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Por Silvana Melo y Claudia Rafael
(APe).- Las condiciones sanitarias en las villas del área metropolitana, populosas y hacinadas, quedaron desnudas en los más de sesenta contagios de coronavirus que esta semana ardieron en la Villa 31 de Retiro y que amenazan con ser la punta de la fatalidad tan temida. Pensadas sistémicamente como guetos, delimitadas como cárceles a cielo abierto donde se nace, se vive y se muere, sin conexión con el exterior, el brazo político del estado supo que el aislamiento obligatorio sería imposible dentro de casas precarias y minúsculas donde se amontonan varias familias. Entonces decidieron que el aislamiento fuera dentro del barrio. Clarísima definición del confinamiento, mucho más allá de la pandemia.
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El primer germen de esta mole urbana asomó hace unos 90 años cuando se asentaron trabajadores de Europa del Este que se quedaron sin trabajo en el puerto. No es casual el nombre con el que se conoció a la barriada: Villa Desocupación. Las imágenes de aquel cuadrilátero están baldías del colorido que hoy tiene la 31. Donde se entremezclan verdes y rojos con azules fulgurantes. Faltaba aún más de una veintena de años para que Bernardo Verbitsky pariera el que por entonces fue un neologismo que marcó la historia: publicó su gran novela “Villa Miseria también es América” en la que bautiza definitivamente a esas barriadas de los márgenes.
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Hoy el covid19 estalla frontera adentro de la Villa. Que no tiene agua desde el fin de semana. Pero en realidad, no tiene agua sistemáticamente desde julio de 2019, cuando AySA y el gobierno de la Ciudad y todos los estamentos responsables del estado les retacean lo imprescindible para la vida a 40.000 personas separadas del mundo civil, privilegiado, donde corren los colectivos, las ambulancias, los recolectores de residuos y los servicios normales que rigen para cualquier mortal. Pero para ellos no, que dependen de la cisterna limosnera de CABA que les abra la canilla en las callejuelas de vez en cuando. Y les exigen que se laven las manos a cada rato para echar al virus con corona que le teme al agua con jabón.
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Erradicaciones compulsivas y poblamientos desesperados acompañarían la historia. Los inmigrantes europeos del Este serían luego reemplazados por los migrantes de otros países latinoamericanos y por muchos migrantes internos. Unos y otros soñaban con esa meca dorada que hacía sonar sus cantos de sirena. Del campo a la gran ciudad, donde siempre se dijo atiende dios atiende y susurra promesas que quedarán olvidadas en algún cajón. Villa Desocupación, Villa Esperanza, Barrio Inmigrantes… nombres que se fueron sucediendo en la historia de una barriada que cuando ya no pudo desplegar su lomo hacia los lados creció a las alturas. Dos, tres, cuatro, cinco pisos. Hoy vallados con enrejados y escaleras circulares que trepan hacia el cielo.
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“Para que se puedan imaginar, yo tengo 43 años y vivo en una pieza de 3 metros cuadrados con mi padre y mi madre diabética, que tienen 85 y 84 años. Pero eso no es todo: en el mismo piso viven otras tres familias, obligadas a compartir un baño para 13 personas... ¿Cómo podríamos entonces cumplir las normas de prevención? Y simplemente "un baño" no, un baño que suele quedarse sin agua, frecuentemente”, contó a La Poderosa la paciente cero, la primera contagiada de coronavirus de la 31. Los nuevos contagios, dicen desde ámbitos oficiales, se produjeron por “contacto estrecho”. Lo que parece poco menos que una obviedad en condiciones de vida de amontonamiento humano. Donde el contacto estrecho es inevitable.
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De a miles fue creciendo. En los primeros 70 fue una de las villas más pobladas de Buenos Aires. Y para los inicios de 1976 vivían unas 24.000 personas, a escasos metros del Hotel Sheraton. Aquel que la militancia setentista soñó con transformar en hospital de niños. La definición filosófica de la dictadura de esos días fue cedida a Guillermo del Cioppo, presidente de la Comisión Municipal de Viviendas, al frente del cruento plan de erradicación de villas. “Hay que hacer un trabajo efectivo para mejorar el hábitat, las condiciones de salubridad e higiene. Concretamente: vivir en Buenos Aires no es para cualquiera sino para el que la merezca, para el que acepte las pautas de una vida comunitaria agradable y eficiente. Debemos tener una ciudad mejor para la mejor gente”, definió Del Cioppo.
Mazas, fierros, topadoras resolvieron de “modo quirúrgico” (como definió el mismo Del Cioppo) una cuestión cara para el desarrollo inmobiliario.
Recién con Alfonsín en el gobierno se derogaron las leyes que frenaban los asentamientos y la repoblación estalló como hongos tras la lluvia.
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En los últimos días no tenían luz. En la última semana y media no tienen agua. El agua entró desde la calle empujada impiadosamente por la lluvia. Pero no salía de las canillas. La comida es escasa. Y prolífica en fideos, polentas y arroz. Lo que el estado y los donadores determinan como comida de pobre. Organizaciones como el comedor Gustavo Cortiñas trabajan ocho horas por día para preparar meriendas y cenas para cien familias. 418 raciones (Revista Cítrica). El gobierno de la Ciudad les entrega para 70. Los niños son abundantes. Y las porciones de felicidad siempre quedan cortísimas a la hora del reparto. Comprar barbijos es una utopía: las organizaciones sociales suelen hacer los tapabocas con lo que haya, conscientes de que no habrá nada que les impida la palabra cuando llegue la hora.
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En el censo 2001 la Villa 31 arrojó 12.204 habitantes. Y superó los 27.000 en el censo 2010. Pero de ahí en más el crecimiento exponencial la llevó a más de 60.000.
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El 16 de enero de 2020 dos líneas de colectivos entraron por primera vez a la Villa 31 en sus 80 años de historia. El 45 y el 33 se pasearon virreinalmente por un territorio que durante ocho décadas estuvo vedado a todo servicio de ciudad. El 21 de abril entró el covid19 a la Villa 31. Y entró paseándose virreinalmente sabiendo que no hay aislamiento posible ni agua y jabón. Y que la villa, con sus 80, es paciente de alto riesgo.
Edición: 3991
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