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Por Silvana Melo
(APe).- Migrantes interiores, buscadores de trabajo en familia, rabdomantes de las cosechas, precarizados y sometidos, miles de trabajadores golondrinas quedaron atrapados por la cuarentena lejos de su casa. Varados con sus niños pequeños, sin techo ni comida, con sus provincias cerradas por mandatarios que se creen propietarios de fortalezas feudales, despreciados por el territorio que los contrató y por el de origen, solos y vulnerables ante la enfermedad que los dejó parados en la banquina de esta vida. Son de Salta y Jujuy. El gobernador de Salta los ignora. El gobernador de Jujuy, que los dejó días y días en la terminal de Mendoza, durmiendo en el piso, con los niños hambrientos, ha decidido que todo quien vuelva a su provincia tendrá cuarentena en casa. Pero con una faja que atraviese su puerta pared a pared. Y que denuncie sospecha de virus. Prácticas que recuerdan a lo peor de la humanidad. Y que habrá que explicar alguna vez, cuando se cuente la historia.
Golondrinas los llaman, aunque sus vidas están lisiadas de cualquier primavera o ensayo poético. Son trabajadores ocasionales, changarines por descalificación del mercado, que los empuja a viajar para donde haya cosecha, con familia al hombro. A romperse las manos y la cintura, a malalimentar a los niños que arrastra, a malvivir una temporada en carpas sin las necesidades sanitarias básicas. De Salta y Jujuy a Mendoza, para cosechar la uva. O a Río Negro para la manzana. Hasta que se acaba y hay que volver con lo que se ganó. Que siempre es poco y nunca alcanza. Porque las compañías se quedan siempre con la parte del león y a ellos les queda la miga barrida del banquete. El derrame del que hablan los neoliberales pero que nunca moja a los pobres. Que lo diga Daniel Solano, nueve años después sin que sus huesitos aparecieran. Salteño en el Alto Valle que cometió el pecado de saber leer los sueldos, animarse a reclamar y ser la voz de sus compañeros, precarizados y esclavos. Despreciados por anónimos y objetos a usar y desechar. Le costó la vida. Su padre se murió sin tener su cuerpo.
En tiempos de pandemia, de virus globalizado que ataca a la fragilidad humana, ellos son carne de cañón. Salieron de casa con sus familias a buscar la vida en las cosechas para la vendimia mendocina y los manzanares rionegrinos. Viajes extensos en un país tan largo como la esperanza cuando no se la quiere abandonar. Sólo que el país no se corta. Sigue y sigue. La esperanza no.
Como los cosecheros de la zafra tucumana, como los algodoneros del Chaco, se acomodan a la orilla de los sembrados, montan carpitas o casuchas y pasan los días allí con sus niños. Entre ratas y noches en vela. Trabajan todo el día y todos los días. Y al final de la temporada juntan sus cosas, sus chicos y sus sueños deshilachados y arrancan el camino largo de regreso a sus provincias.
Pero apareció el Covid19 y cayó la cuarentena sobre la cabeza de la gente. Para detener al bicho global y para detener, también, la vida misma allí donde estaba. Los viajeros con mejor vida, en el exterior. Los descartados del sistema, en su mismo país, con sus hatos y bolsones en plazas y terminales. Los primeros tuvieron voz y voceros con poder de presión. Los segundos sufrieron el cierre de las fronteras de sus propias provincias, que no los querían de vuelta.
En algunos casos, en medio del secreto de la ilegalidad, tuvieron que seguir trabajando como si nada. Para no perder las cosechas. Que no eran suyas, aunque sí era suyo aquello que corría peligro inminente: su salud. No había cuarentena para los golondrinas. O seguían trabajando o esperaban hacinados la piedad de un monarca, fiscal de la república de la boca en adelante. Pero capaz de apiñar 60 inmigrantes en un colectivo y mandarlos a la capital para sacárselos de encima. Con la impronta política de Antonio Bussi cuando cargó en camiones a los mendigos y los descargó en Catamarca. Pero ése era un dictador. Ese era un genocida.
Una vez usados y descartados, allí están. En abandono. Los dueños de los sembrados no se hacen cargo. Los gobernadores tampoco. No tienen sindicato porque son precarios. No existen.
La investigación por la desaparición de Daniel Solano en Río Negro avanzó en el trabajo esclavo, la trata de personas, la connivencia policial, empresarial, judicial y política. Los huesitos de Daniel Solano no aparecieron nunca. Y nada cambió.
Los golondrinas no emprenden el vuelo de las primaveras como los pájaros que les prestan el nombre. Ellos recorren sus largos caminos detrás de las cosechas. Y de algún un sueñito módico, deshilachado. Que casi nunca se alcanza.
Edición: 3981
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