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Por Silvana Melo
(APe).- Los chicos de la vía son un barrio. Un asentamiento temporario donde no se duerme. Nunca. Se los ve crecer en el paso de años de un lado al otro de ese camino de rieles y durmientes por el que pasa apenas una vez al día el carguero, como una sombra de la tierra que fue. Dicen que, sembrados por el país, hay más de un millón como ellos. Apodados ni ni por los despreciantes profesionales. Los que les mandan la gendarmería para que los discipline.
Ni trabajan ni estudian, dicen los que ponen las cosas en su lugar.
Los chicos de la vía ven llegar el futuro como el tren: si no lo evitan a tiempo, los hará alfombra, como las muertes de mentira de los dibujos. Pero la realidad no es un animé. El futuro, como el tren, si no se corren los despedazará. Y con la inconciencia de intuir sin saber pensarán que si vieran al futuro le dirían que no venga. Como si fueran Castelli sin ser otra cosa que pibes destronados, destituidos de toda vida, domiciliados en esas vías agonizantes de Avellaneda, donde hay birra, hay faso, hay una sexualidad precaria con la misma lógica. Un placer rústico y sin después que pueda salvar esa hora. La presente. Porque ayer fue y mañana no hay.
En el mientras tanto habrá embarazos y changas. Las pibas caídas del cronograma oficial de la clase media tendrán un niño con su mismo desamparo y lo irán llevando a la vía como para instruirlo en lo que vendrá. Porque después de todo en ese barrio está la vida. El celular con el parlante que transmite el reggaeton que denigra a las chicas y las rebaja a carne sexual. Ellas, que ejercen esa sensualidad rudimentaria. Que es su herramienta para ser. Ellos, que organizan el consumo para que lo que sea que viene en los próximos minutos sea más soportable. Los que van creciendo bajan y se juntan en la esquina. La cerveza intensa los obliga a hablar fuerte y a reírse levantando la cara al cielo. La carcajada catarral apunta a un dios detenido en otras gestiones que no los incluyen.
Hay catorce millones de personas pobres en el país. El 35 % de los poco más de 45 millones que ya se cuentan entre las fronteras. Entre la infancia y la adolescencia, sin embargo, los pobres son el 51%. Siete millones y medio que empiezan a no tener lugar en el territorio para pocos que se va recortando, con paciencia y eficacia, desde hace más de 40 años. Y que encuentra el cenit en estos días del siglo veintiuno cuando esta tierra feraz se convierte en orinal de Trump y en relleno sanitario de la Unión Europea.
A veces, por las noches, se los escucha gritar, correrse, empujarse y el reggaetón se escucha más alto y se mezcla con las voces. “Debe haber llegado la buena”, dice la mujer que los sigue con los ojos, desde la casa. La euforia dura un par de horas. Y luego se apaga hasta dejarlos plantados en el costado, dormidos o en el sopor nuboso de la amnesia. Cuando se despierten no estará el celular del que se habrían apropiado un par de días antes y que sigue su camino de apropiaciones. No habrá café ni pan con manteca. Habrá un aliento feroz y el dolor de cabeza. Y el mismo qué hacer de cada día.
A ellas y a ellos les desvalijaron los días que vienen. Les secuestraron el futuro y ellos no tienen fuerza para ir por el rescate. Los confinaron a un afuera que parece no tener llave para volver a entrar. En esa vía de Avellaneda está el barrio. Después habrá una casa con familia o no. Habrá un trabajo ocasional para salvar el día. Por la escuela se pasa de largo. No hay lo que les gana el corazón. No hay reducto sistémico que busque enamorarlos. Ni siquiera una zanahoria falaz para seguir.
A ellas y a ellos, los pibes de todas las vías, les están mandando la gendarmería.
Edición: 3907
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