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Por Claudia Rafael
(APe).- Dos bebés santiagueños –de un mes y de dos años- se quedaron sin mamá. Una bala policial se las quitó. Una mamá que era casi niña también. Tenía 17 y ya era madre veterana. Apenas un mes atrás había protagonizado el parto de su cría más pequeña.
Ocho policías (siete que participaron del operativo más el jefe de guardia) fueron detenidos en Santiago del Estero. Uno de ellos fue claro: el cabo 1º José Abraham se confesó autor del disparo fatal en la frente de Silvia Maldonado. Declaró que disparó con el arma reglamentaria porque se le trabó la escopeta con balas de goma. El fiscal Luis de la Rúa declaró a Radio con Vos que ya desde el patrullero, con un sospechoso detenido adentro, salió una bala de plomo que impactó en el cráneo de Silvia. Que perduró algunas horas con muerte cerebral en un hospital que lleva nombre de símbolo para este país: Ramón Carrillo. Aquel médico que supo decir que “frente a la tristeza, la angustia y el infortunio social de los pueblos, los microbios, como causas de enfermedad, son unas pobres causas”. Y el infortunio social de los pueblos está hecho, también, de aparatos represivos que disparan a matar.
Hace menos de un mes, cuatro policías bonaerenses fueron separados por la muerte del músico Diego Cagliero, en Tres de Febrero. Y, al día siguiente, se produjo la masacre de cuatro adolescentes en San Miguel del Monte por la que se separó de sus cargos a una quincena de policías, también bonaerenses. Algunos están detenidos.
Unos y otros cuadran –a ojos de los detentores de las doctrinas securitarias de eterno peligro inminente- en los extendidos discursos de la arbitrariedad estatal. Hace un año y cuatro meses, la ministra de Seguridad declaraba que “estamos cambiando la doctrina de la culpa de la policía” y que los disparos de Luis Chocobar, a la espalda de Juan Pablo Kukoc, fueron “cumplimiento de deber de funcionario público”.
Las historias de gatillo fácil tienen larga data. Llevan décadas que arrastran justificaciones, argumentos, promociones. Hay archivos enteros que pueden dar cuenta de discursos encendidos que alegan la necesidad de disparar primero, preguntar después. En nombre del Estado, todo vale. Vale la bala. Vale el hambre. Valen el golpe y la tortura. Vale que un cabo primero eleve su arma y atraviese el cráneo de una nena que quedó embarazada por primera vez a los 14 y fue mamá a los 15. Porque sí. Porque hay quienes portan permiso oficial para desbarrancar la vida en cualquier sitio y en cualquier momento. Un permiso convenientemente firmado por el poder que dictamina que la buena vida es para muy pocos.
Edición: 3899
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