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Por Silvana Melo
(APe).- Desde la cartelería callejera sonríen o exhiben rostros graves dispuestos al procerato. Desde la pantalla pontifican. Están, aunque digan lo contrario, cerrando acuerdos por abajo. Por donde no se ve. Mientras en las redes hablan en eslóganes. Que es la parábola del mercado en el coliseo electoral. En la calle, donde la realidad es menos realidad que en las exquisitas oficinas de la rosca, siete millones y medio de chicos de 0 a 17 son pobres. Y un millón pasa hambre. Ese dato no cabe en las agendas. Se aprieta, lo intenta, como en el subte de las 17. Pero queda afuera.
En sólo un año la pobreza del piberío aumentó del 48,1 al 51,7 %. La sectorización de esta pobreza no es casual. Los niños frenan la rentabilidad. Generan déficit cuando el cacicazgo de afuera aprieta el cuello del estado para bajar gastos. Y la infancia es una malversación en sí misma.
El Barómetro de la Deuda Social de la UCA mide desde 2010. Y asegura que ésta es la cifra más alta de la década. Es el peor momento en diez años para la niñez argentina. Mientras las operaciones de los consultores hablan del cambio de humor en la sociedad. Y celebran que por un mes el dólar no volvió a devaluarse criminalmente sobre las cabezas de millones de personas confinadas a un gueto social del que difícilmente podrán escapar. El dólar que cerraba 2015 a 13 pesos. Y que está esposado y dopado a 44 hasta que despierte. Más del 300 % de devaluación de la moneda en cuatro años. Ese número es pobreza aluvional. Hambre. Y deterioro en la vida de las poblaciones más frágiles.
Los niños no tienen independencia económica, no deberían trabajar hasta los 16 –aunque tantas veces la dignidad de un trabajo en la adolescencia les encuadra la vida-, viven en un ámbito hostil, contaminante, sin infraestructura, no votan, la escuela les da de comer hasta donde le permite el estado, no les asegura ni calor ni futuro, las instituciones los archivan en depósitos hasta que sean útiles, la justicia los ignora, la policía los mata.
En 2018 la inflación trepó al 47,6%. El mismo presidente había dicho que la inflación es un síntoma de la incapacidad para gobernar. Pero eso era cuando los precios se le disparaban a otros. Ahora no lo repite. El presidente es otro play mobil en el juego sistémico de diseñar un país para pocos. Lo empeora todo el tiempo, eso sí. Lo ciñe más. Lo acota. Le aprieta el cinturón en la cintura al país. Para que queden menos del lado de acá. Y cuando es necesario, se saca la tarjeta punitiva, se mata por la espalda, se busca encerrar a los 14 cuando, en realidad, hay encierro desde el origen.
El conurbano bonaerense, allí donde se concentra el 25% de la población del país, allí donde se gana o se pierde una elección, allí donde el estrépito electoral juega todas sus fichas. Allí más de 6 de cada diez chicos son pobres (63%). Casi diez puntos más que el año anterior, que marcó un 54,2%. Entre ellos, el 15,4% es indigente. Es decir, no les alcanza para saciar el hambre ni tienen dónde vivir.
Son indefensos y punibles de hecho.
Son hambreados. No juegan. No apagan velitas en sus agostos de aniversario. Son expulsados de las esquinas, de las mesas de los bares y de las puertas de los bancos. Son envenenados por el modelo de producción y por la industria alimentaria. Comen mal porque comer bien es caro. Y ellos no son parte. Consumen sustancias rebajadas con basura letal. Y cuando se ríen en la cara del sistema, con la visera hacia atrás, el celu de última generación y altas llantas en los tobillos flacos, hay siempre una pantalla led que desde un edificio le anuncia que la coca cola y el candidato que no lo mira a los ojos son la garantía de la felicidad.
Que le recuerdan dónde está y de dónde están dispuestos a no dejarlo salir.
Que el celu y las zapatillas no son más que un desafío. Y que el cambio sólo será posible tomando por asalto la esperanza.
En eso habrá que estar, mientras la alfombra roja de los elegidos ponga en marcha el protocolo de octubre.
Edición: 3892
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