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Por Silvana Melo
(APe).- Cuatro de cada diez niños del conurbano bonaerense centra su alimentación en el comedor de la escuela. Espera con avidez la hora del almuerzo para enfrentarse con un plato suculento y sabroso. Pero con 24 pesos por cada uno, las aulas tienen que hacer magia para darles de comer: la mayoría llega débil y con mareos de sus casas. El hambre es un monstruo con legitimación política que ataca a los niños, les pone trabas en las piernas, les quita energía, les reduce capacidad cognitiva, les limita el crecimiento y les descuenta tiempo al después. Al mañana propio y al colectivo.
Las escuelas bonaerenses son una foto de las decisiones políticas claramente orientadas a la supresión de un excedente poblacional. Especialmente conformado por los niños, que no producen ni generan réditos. Los cupos mezquinos no alcanzan a todos, se parten hasta en décimos para que cada uno reciba una miga, la verdura llega a los comedores de Olavarría inutilizada, las empanadas se abren con sorpresa de gusanos en San Miguel, se parte en mil un pollo con arroz para que alcance a 35 chicos en Quilmes, con cupos para 90 comen 130 para los que tienen que ser suficiente cuatro kilos de carne en Lanús. En Rafael Castillo una escuela pide a gritos la incorporación de un comedor. En Mar del Plata los chicos transcurren el día con un turrón. En La Plata los docentes abrazaron la escuela porque los chicos ya no cenan en sus casas y no hay recursos para que todos se alimenten.
Desde el año pasado, observó Silvia Almazán, secretaria general adjunta de Suteba, las familias “piden la inclusión de sus hijos en los comedores escolares”. Entonces, dice a APe, el sistema se desborda porque la inflación no permite el acceso a los alimentos necesarios y con la calidad imprescindible. Los cupos en los comedores se recortan y son evidentemente insuficientes para una demanda que se amplifica al ritmo de la pauperización de los sectores populares. Que no sólo abarca a los niños sino a los adolescentes de las secundarias y las técnicas. “La provincia de Buenos Aires tiene una de las matrículas más grandes de América Latina y los presupuestos tienen que acompañar”.
Silvia Almazán asegura que “hay mucho menos cupos de lo que realmente se necesita”. Entonces “se empiezan a partir las raciones y ya no se pueden seguir partiendo más. La insuficiencia de cupos, el aumento de familias que piden el acceso de sus hijas e hijos, el monto que se destina, la falta de control sobre empresas grandes” es una política de estado. Una política pública en la dirección opuesta: “no se controla a empresas que reciben muchos recursos y entregan productos en mal estado, como por ejemplo en Quilmes”.
Todos los discursos y las imágenes impecables y los enojos coacheados y las candidaturas futuras modeladas sobre la nada se desmoronan ante una niña y un niño con hambre que abren una empanada que tiene gusanos en la alquimia imposible de la carne picada. Sucedió en la Escuela 12 de Bella Vista. Y se agrava “donde se está cortando el gas por riesgo y se llevan viandas en las que no siempre se resguarda la cadena de frío”. El desastre en la escuela de Moreno y las vidas que el sistema se devoró han sido un costo carísimo para el engranaje educativo, que sigue rodando al mismo ritmo, con el mismo óxido, con la misma displicencia hacia la vida de tantas y tantos.
El tamaño de las raciones, la calidad y la cantidad ínfimas de la carne no ofrecen los nutrientes necesarios para sostener el crecimiento y la atención de chicos y chicas puestos en estos caminos para convertirse en sujetos políticos transformadores. No hay transformación posible si hay un solo pollo acompañado con arroz para 35 alumnos. “Hay pibes a los que les llega sólo la fibra del pollo. Por más que las cocineras traten de hacer maravillas”.
En Olavarría hay escuelas a las que llegan cuatro kilos de carne para el almuerzo de 90 chicos incluidos en el cupo. Pero se da de comer a 130 porque la demanda es desbordante. Poco más de 40 gramos de carne para cada uno. A las proteínas se las saluda de lejos. Las directoras relatan que las frutas y verduras llegan el viernes. Para el lunes, son una lágrima: no hay escuela que tenga cámara frigorífica. Otra cuenta acerca de dos chicos que se descompusieron en clase: llegaban de un fin de semana de semi ayuno. Y comieron rápido y demasiado, dentro de lo que puede considerarse demasiado en un comedor escolar. Sus cuerpos no soportaron la desproporción y el desquicio.
En una escuela de Mar del Plata el almuerzo es un sándwich de paleta y queso. En algunas escuelas de Matanza soportan el día con un turrón. Hay más niños que comida. Hay más hambre que posibilidades de saciedad. En la 33 de Mar Del Plata hay 287 chicos para comer y 110 cupos. El sándwich se corta en tres partes. En realidad, nadie come.
A fines de marzo la escuela 122 de Rafael Castillo pidió a gritos la incorporación de un comedor escolar. Las chicas y los chicos no funcionan sin un plato caliente a mediodía. Que acaso será el único del día. “Hay chicos desnutridos que se desmayan en hora escolar”, dicen los docentes.
En toda la provincia los cupos para desayuno, merienda y almuerzo llegaban a 1.800.000 en 2018. Para almorzar son 450.000 chicos. Si la Universidad Católica –cuyas cifras ya son más piadosas que las del Indec- asegura que la mitad de la infancia es pobre, la cuenta es reveladora: al tramo obligatorio de la enseñanza asisten 2.800.000 chicas y chicos. La mitad son 1.400.000. Pero para almorzar sólo se registran 450.000. Entonces hay 900.000 que no asisten. O que engordan esa cifra periférica que no figura en los expedientes oficiales pero sí en la realidad acuciante de la cotidianidad educativa: la comida repartida en diez para que todos puedan sufrir menos hambre. Pero sin saciar a nadie.
Cuando se terminaba marzo los maestros, los vecinos y los alumnos abrazaron a la escuela del barrio La Unión, en La Plata. Querían que se viera. Que quedaran marcadas en la fachada las siluetas de los niños que ya no cenan en sus casas y llegan a la escuela exangües, frágiles de huesitos y comprensión. “La situación económica que vivimos como sociedad dificulta enormemente el acceso a las clases, por lo que estamos ante una situación de deserción escolar crítica”, definieron.
Los niños no desertan de la escuela. Los niños no abandonan. Son abandonados. Es la escuela la que los deserta. El estado deserta del cuidado, del control, de la protección, del acceso a una alimentación sana, a una vivienda habitable, a una vida digna.
El estado deja que fluya el hambre. Lo legitima. Lo avala. El estado desampara como política pública.
Edición: 3846
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