Víctima y verdugo a los 17

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Por Claudia Rafael

(APe).- ¿Qué separa los 17 años de Ezequiel Lamas de los del pibe que detuvieron en Caballito por su muerte? ¿Cuál es la distancia entre los 17 a los que ya nadie podrá volver? Apenas el instante de un golpe atroz, capaz de fracturar el cráneo, e intentar seguir la vida como si nada. Una sucesión de escenas construidas por la sociedad securitaria. Que mira con sospecha a su alrededor. Que ve crecer sus espinas producto del miedo al otro que termina siendo cocinado a fuego rápido en la olla del odio colectivo. El otro pibe, el que apareció de la nada y arremetió contra su par se asumió como la horda social que alza su puño como el engranaje de un sistema basado en el exterminio. Delante de un grupo de policías que no movió un solo dedo para frenar la agresión ni para actuar. Segundos después, Ezequiel Lamas intentaría ponerse en pie, se descompensaría y moriría dos días más tarde en el Hospital Interzonal General de Agudos de Mar del Plata.

Ahora hay un chico de 17 muerto; otro, detenido y un grupo de policías bajo la mira de Asuntos Internos. Pero esos son los hechos objetivos, concretos, consecuencia de esa noche veraniega de Miramar en la que la felicidad y la tragedia están divididas por un segundo.

¿Cuál es el territorio que la sociedad siembra para los pibes de 17 cuando verdugo social y víctima tienen exactamente esa edad? ¿Cuál es el pedacito de suelo que se dispone para ellos cuando desde el poder político y desde el poder socioeconómico se baja permanentemente con el dedo acusador el discurso de la sospecha hacia el otro? Sobre todo, si ese otro tiene 17 años, si roza con o sin voluntad (qué importa a los verdugos) a turistas que pasean por las calles de la ciudad balnearia. Y ahora que víctima y victimario tienen exactamente 17 años ¿cómo se edifica el resto de la historia?

El enemigo no ha cesado de vencer, escribió alguna vez Walter Benjamin. En una historia, ésta, en la que los sicarios de un mal endémico van siendo abonados de cara a la destrucción. En una historia en la que hay un pibe muerto violentamente y otro cuyos 17 cesaron definitivamente porque el golpe que dicen que propinó a su par fue su propia sentencia de tragedia. Ya no hay más inocencia para nadie. Menos aún para el Estado que decidió, a través de sus fuerzas de seguridad, dejar de lado cualquier acción para favorecer el final más terrible y más temido.

La violencia mítica en su forma ejemplar es una simple manifestación de los dioses, ilustró Benjamin. Acá no hay dioses sino meros hacedores de otras violencias que arrinconan, cada vez más, el territorio de los pibes a un destino de estrago y devastación.

Edición: 3818

 

 

 


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