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Por Silvana Melo
(APe).- La cesantía forzada de la escuela secundaria, que no enamora ni alimenta la obstinación, el desempleo, la precarización, la mater-paternidad temprana y la quimera del acceso a la salud son algunas de las murallas que no puede atravesar gran parte de los ocho millones y medio de jóvenes de entre 18 y 29 años. Un 20% de la población del país obligado a construir de apuro y como se pueda un futuro diferente al que le vienen legando desde hace décadas sus antecesores. Maltrecho, discontinuo, digno de un outlet de la esperanza.
El estudio del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA (que cada vez resulta más incómodo porque comienza a tocar responsabilidades actuales) habla de "Juventudes desiguales: oportunidades de integración social". Y describe la realidad de una franja que ya atravesó la niñez y enfrenta un camino adulto marcado por aquellas vulnerabilidades.
Cuatro de cada diez no terminaron la escuela secundaria. Una instancia educativa que, en las últimas décadas, fue adornada y/o reforzada con espejos coloreados y dispositivos para retener a los adolescentes. Sin una transformación imprescindible de una institución obligada a sentar bases de nuevas construcciones colectivas. Por más obligatoriedad, dobles jornadas, comedores y esfuerzos reformistas la escuela no logró enamorar a los chicos condenados a un presente que no tiene más mañana que la esquina, las zapatillas o el celular que marcan la pertenencia y la comida siguiente.
El mayor índice de abandono se produce entre los 14 y los 15 años, cuando la conciencia plena de una vida compleja y sin muchos trucos ni galera, se vuelve brutal. Y a la vuelta de la esquina –ahí, con la birra y la fisura- el sistema ofrece sus antídotos a la insurgencia. Prohíbe el trabajo hasta los 16, construye el dispositivo expulsivo de la escuela, se arranca los vestidos con la misma fuerza cuando se explota a los niños en la zafra y en la tarefa y cuando aprenden un oficio que marcará una diferencia cuando haya que sobrevivir.
Entonces les deja como único espacio de pertenencia, la calle. La que ofrece todos las herramientas de destrucción posibles. Aquellas que los sacarán de competencia. Que los dejarán fuera de toda aspiración a la dignidad.
Sin un título secundario, sin un oficio sólido, sin una capacitación para incluirse en un sistema con una selección de extrema crueldad, no habrá espacios para aquellos que están entre los 18 y los 29. En una sociedad muy diferente de aquella que permitía la promoción social a través de la escuela. Que actuaba como un tobogán casi sin margen de error hacia la movilidad. Ya los progresos delineados por el capitalismo no dependen del esfuerzo sino de la pertenencia social que acomoda a los hijos de familias privilegiadas varios kilómetros adelante en la largada de la vida. Apenas poco más del 6 % llega a la meta de un estudio terciario o universitario completo. El 11 % se queda sólo con la primaria. El 30 no logra terminar la secundaria.
El propio poder político está convencido de que los jóvenes crecidos en la pobreza no van a llegar a la universidad, por lo tanto prefiere que no existan universidades en enclaves pobres y da por hecho que la educación universitaria está pensada para los sectores medios – altos de privilegio, que serán quienes den solidez a las nuevas dirigencias.
Mientras tanto, gran parte de las escuelas de Moreno -uno de los distritos más injustos del conurbano- perderán el año por no haber podido dar clases después de la explosión que mató a una docente y un auxiliar. Este es otro dispositivo clarísimo de condena social a una porción de la población. Muchos de esos niños crecerán en familias castigadas, fuera de la escuela, a cargo de hermanos con desamparos propios y a las puertas de una mater-paternidad que los obligará a irrumpir violentamente en una vida adulta para la que nada ni nadie los previno.
Y la escuela será cada vez más un instrumento del pasado. Para las chicas que llevan esa ínfima porción de futuro en la panza. Sin desearla pero a la que se aferran para espantar un poco la soledad. Para los chicos, que a veces huyen de aquello que no comprenden ni saben cómo aprehender. Y otras lo acomoda en el camino de buscar un trabajo que será precarizado, changarín, en negro. Porque no califican, porque no hay título, no hay oficio, no hay profesión. Lo único que hay es la necesidad de tener un peso para lo que viene.
Entre los 18 y los 29 la desocupación –dice el estudio de la UCA- es del 18 por ciento. Pero el estudio tiene más de un año. Entonces ya no “triplica” aquel 6% del año pasado, referencia elegida por voceros de la prensa del poder. Con el desempleo del 9,6 medido en septiembre por el INDEC, probablemente habrán superado largamente el 25% los jóvenes sin trabajo. Más del 40% son pobres. Los que califican apenas tienen un índice de desempleo del 8,5%. Dice el informe que un joven con secundario completo ganaba cien pesos por hora en 2017. Con el secundario incompleto, apenas 53 pesos.
Casi la mitad no tiene cobertura de salud. Los desempleados y los precarizados dependen de un sistema de salud pública que olvida la prevención para los cesanteados sistémicos. Sufren enfermedades de transmisión sexual, pierden los dientes, se alimentan mal y las jóvenes no se controlan los embarazos.
Muchos de quienes engordan esta franja son hijos y nietos del desamparo, del desempleo y de una desigualdad cuyas pleamares y bajamares han oleado al ritmo sistémico desde hace décadas. Con mejores y peores momentos, el capitalismo suele mostrar dientes feroces y medias sonrisas, pero la brecha brutal, la que expulsa de la escuela, bloquea la movilidad social y noquea la transformación, está ahí. Y es el desafío ante un poder político que sigue desactivando, hábilmente, los engranajes de la construcción colectiva.
Edición: 3756
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