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Por Silvana Melo
(APe).- Mal viento viene del mar. Más si se calza uniforme y viene envalentonado por el oleaje de violencias legitimadas. No habrá imaginado Matías, a los 9, Matías, que madura un poquito más lento que los otros y que juega como los otros y que apunta con el revolver de plástico sintiéndose un proveedor de justicia justa para el mundo. No habrá imaginado Matías que el policía iba a bajar del patrullero con toda la violencia legitimada por el que gobierna el pueblo, por la que gobierna el territorio, por el que gobierna el país, por los ministerios y las ministerias de este tiempo. El policía, pertrechado con la violencia y el brazo fuerte y toda la carga de poder violentar y/o matar sin que eso implique cuestionamiento oficial ni justicia amenazante ni condena social. El policía -no habrá imaginado Matías- que se bajó del patrullero, lo golpeó brutalmente, lo tomó del cuello y lo ahorcó con una remera.
Nueve años los de Matías. Nueve que son como seis o siete, con una pistola de plástico buscando una justicia rara, una que mire hacia el rincón de los chiquitos como él y no que sólo abrigue a los fuertes, a los poderosos, a los impunes titanes del mundo.
El policía los vio al mediodía de un sábado nublado, en el frío de Mar del Plata. Hombre de la bonaerense en una ciudad brava. Los vio a los dos, a Matías de 9 y a su hermano de 12. Jugaban con el arma de juguete y él, el policía, dijo que Matías lo apuntó. Un peligro, Matías. Una amenaza social. Un niño es alguien de quien defenderse hace tiempo ya, pero en esta época oscura la infancia es una tierra a invadir y sojuzgar. Una tierra que se hambrea, se envenena, se balea, se violenta con paco y se desabriga en invierno.
Un niño de nueve años que grita en el piso de una vereda de Mar del Plata mientras el policía, que se sintió amenazado en su chaleco y sus botas y su propio armamento, lo patea y lo golpea y piensa que es un terrorista o un mapuche o un desclasado suburbial –temibles figuras a devastar en la cultura represiva- que irrumpió en su territorio. Y finalmente es un niño de nueve años que en realidad tiene cinco o seis y que juega a la vida y la vida juega con él, sin que lo imaginara, el juego más cruel. Le propina a la bonaerense en el comienzo de sus días para que le adelante lo que vendrá si le quedan rebeldías en el cuello machucado, en el cuerpo herido y en el miedo atroz que le quedó en el alma, pegado, quién sabe hasta cuándo.
El policía, que le dijo a la madre de Matías que agradeciera que no se bajó con el arma. Y que le enseñara a Matías que no hay que apuntar a un policía.
La denuncia penal y la inmediata intervención de la Comisión Provincial por la Memoria son refuerzos institucionales para aminorar la sensación horrible de que la vida está en manos de una red de violencias que se descargan como chubascos sobre la fragilidad.
Lo demás es el terror. El sometimiento de un niño, que es la capitulación de la infancia como patria sin orilla ni frontera.
Sólo queda, para Matías y las niñeces que se rompen como cristalitos, buscar en las banquinas de esta vida a la ternura, única gloria que espera todavía.
La imagen es puramente ilustrativa
Edición: 3704
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