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Por Silvana Melo
(APe).- La vida se le fue de repente, con un balazo en el pecho. A las diez de la noche el hambre aprieta y el supermercado de Sáenz Peña estaba ahí, cerrado y solo. Eran cincuenta, cien. Nadie los contó. El brazo del estado, el que debería evitar que el hambre se instalara en esta fenomenal fábrica de alimentos de 3 mil kilómetros, no estaba. La policía, el brazo armado del estado, estaba ahí para evitar cualquier acceso a la comida. Las dos provocaron la muerte de Ismael Ramírez, de trece años. En medio de la arena del hambre.
Unas horas antes el Presidente había hablado de una tormenta y de su sufrimiento personal. Y había decidido la destitución de la cartera de Salud. Que pasa a ser una secretaría –es decir, una ventanita kioskera- en el Ministerio Clientelar de Desarrollo Social.
A los trece la muerte no es una naturalidad. Es, generalmente, responsabilidad de otros. La mano del estado, por decisión, omisión o displicencia aprieta estos gatillos.
Es Chaco, el norte profundo. Es el hambre, la consecuencia directa e inexorable de las decisiones del poder. Cuando el poder migra definitivamente a las oficinas externas. Para decidir sobre la vida y la muerte en los guantánamos económicos que los bancos mundiales y los fondos monetarios instalan en la periferia del mundo.
“Es sólo un niño, es sólo un niño”, llora una mujer alrededor. Ismael Ramírez, con un balazo en el medio del pecho, está desarmado en el pavimento. Era qom. Y venía del barrio de los originarios, de los más pobres, confinados y olvidados de la tierra.
Como un espejo de la misma paradoja de los tiempos, la policía reprime el hambre como si fuera una guerra. Cuando el dólar pisa los 40 para que los exportadores sean más ricos que nunca y los pies de este mundo más pobres que jamás, la policía reprime el hambre. Y lo harán mañana la gendarmería y las fuerzas armadas. Con armas para una guerra que ya viene con la fatalidad de una victoria sellada en la frente.
En el supermercado se rompió un vidrio en la noche de Sáenz Peña. Por donde salían y entraban harina, azúcar y desamparo. Y balas para matar a niños de trece años a los que se les da a elegir la policía o la transa como opciones de futuros mezquinos, cortitos. Con la muerte asociada, de yapa, envuelta en papeles brillantes.
Víctimas de una cotidianidad bélica que viene con victoria decidida.
Edición: 3695
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