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Texto y fotos: Claudia Rafael
(APe).- “¡Che!, ¡ya lo dijimos!. Los familiares son los que van adelante, no las organizaciones”. La que se plantó, micrófono en mano, sobre el camión-escenario estacionado al borde de la Plaza de Mayo era Mónica Alegre. Desbordada por las emociones que devenían de sentirlo a Luciano y a los miles de pibes asesinados por gatillo fácil junto a ellas. Mujeres paridas por sus hijos, como tantas a lo largo de una historia de país devorador. Esas que alguna vez cayeron por la angustia, que sintieron que se morían con sus pibes, que quizás se tiraron en una cama a llorar y dejarse ir pero que aprendieron a ponerse en pie. A constituirse luchadoras. A ponerse al frente de sus pares, como protagonistas de una lucha ardua que –saben bien- no les devolverá vidas, ni les dará justicia, ni les ofrecerá condenas que calmen la sed. Pero que les enseñó que si están ahí no están sólo por su Ezequiel, su Paly, su Sebastián, su Luciano, su Johana, su Iván, su Kiki, su Omar. La lista es larga como un sendero que nunca cesa.
La cuarta marcha contra el gatillo fácil era una geografía distinta de toda marcha. Rotas pero enteras. Con el grito a flor de piel. No es un policía, es toda la institución. Un coro múltiple, de enterezas. En danza de mujeres que se desplegaban para controlar cada movimiento sabiéndose dueñas de sus vidas. La calle no les quitaría nada más. “Quitate el pañuelo, vo! Destapate la cara!”, gritó una al pibe a un costado de la vereda. “¡Vamo, vamo!, a gritar: justicia, justicia”, se escuchaba a otra que bailoteaba al ritmo de sus propias emociones.
Emilia Vasallo, mamá de Paly Alcorta, decía a APe desde la cabeza de la manifestación que “hoy, 27 de agosto, estamos acá en la cuarta marcha contra el gatillo fácil, pero es la lucha de todos los días, por todos los pibes y las pibas asesinadas. No sólo por una bala sino por todas las formas de la represión estatal. Pibes en contexto de encierro. Pibes a los que les arman causas y son condenados a perpetua. Y cuando estamos acá están todos nuestros hijos asesinados presentes marchando junto a nosotras”.
A un costado, Sandra Gómez, mamá de Omar Cigarán, ejecutado por bala policial en La Plata, desplegaba su cuerpo y azuzaba al resto con una energía medular para la lucha.
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Mónica Alegre desgranaba en diálogo con esta Agencia que “yo tuve grandes maestros en mi vida. Mi hijo, Luciano; mi hija, Vanesa. Otra gran maestra que es Norita Cortiñas, Cachito Fuckman, Alberto Santillán, Inés Alderete, Emilia Vasallo, Mariana Sánchez, Alfredo Cuellar, Sandra Gómez. Los 30.000 que me enseñaron a no olvidar, a que esto no es menos. Y Luciano me enseñó que tengo que mirar a mi alrededor, me enseñó que hay pibes que me necesitan, a que no tengo que ser tan egoísta. El me decía ‘aprendé mamá, porque la vida te va a pasar por arriba. Hoy estoy tratando de aprender y sé que tengo que dejar todo en esta marcha. Porque mis compañeras lo dejaron. Porque hoy estamos acá por el esfuerzo de muchas madres. No estamos acá porque nos gusta. Acá estamos dejando parte de nuestras vidas, vidas que nos arrebató el Estado. La vida de nuestros hijos y hoy más que nunca voy a pedir justicia por los 5600 pibes, por mis pibes, porque todos son mis hijos. Y las 3200 pibas desaparecidas por la trata. Acá, entre tantas, falta Johana Ramallo”.
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A los costados del asfalto de la avenida de Mayo, entre el Congreso y la plaza que alguna vez fue “de la Victoria” humeaban los puestitos de choris y hamburguesas. “Las balas que vos tiraste vas a volver”, coreaban.
“Ni un pibe menos. Ni una piba menos. Ni una bala más. El Estado es responsable”, rezaba la bandera detrás de la que se encolumnaban madres de fuego: Isabel, madre del lonko Facundo Jones Huala; Angélica, esa mujer de ojos penetrantes y desgarrados, mamá del Kiki Lezcano; Dolores, la madre de Ezequiel Demonty, aquel pibe que hace 16 años la policía federal secuestró, torturó y ahogó en el riachuelo; las madres de los chicos masacrados en la comisaría primera de Pergamino; Mirta, mamá de Sebastián Bordón, torturado y asesinado en un cañadón de Mendoza 21 años atrás; la madre y la tía de Federico Zalazar, asesinado en la cárcel de jóvenes de Virrey del Pino y tantas más.
Madres, hijas, hermanas o hermanos, padres de jóvenes caídos en las garras del brazo ejecutor del Estado. Que durante un tiempo, como alguna vez las Madres de los 30.000 creyeron que era una desgracia individual. Que algún rayo de odio o mala suerte se había interpuesto en su camino. Hasta descubrirse en otros espejos similares y saber que el abrazo existe. Que hay otras como ellas capaces de dar vuelta la esperanza y salir a las calles. Y entender que hay políticas de estado detrás de las que se encolumnan funcionarios, jueces, policías. Que podrá haber sentencias pero son un mojón en el camino que no revierte las prácticas sistémicas. Como, de alguna manera, dijo al micrófono una de las hijas de Sonia Colman, asesinada casi once años atrás por un itakazo policial, en Del Viso mientras vendía palas y atizadores para el asado de la Navidad del 2007 y tres patrulleros perseguían a dos chicos por las calles. “El policía que asesinó a mi mamá fue condenado a 8 años de cárcel y a los 4 años se murió en prisión por una infección. Pero yo estoy acá para que sepan que la unidad es el único camino. Porque no se termina con una condena”.
“No es un policía es toda la institución”, insistía el coro a pocos metros de la Rosada.
Matías, con la foto de su hermano colgando del pecho, contaba cómo Franco murió por balas policiales en un control policial en Parque Patricios en el mes de abril, y –estrenándose en su primera marcha- decía al micrófono desde el escenario “yo no sabía que eran tantos los pibes”.
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“La plaza es nuestra”, “la calle es nuestra”, gritaban mujeres que alguna vez transitaron sus vidas muros adentros de una barriada popular, sin salirse del cuadrilátero demarcado por las ollas.
Marchaban por sus hijos pero fundamentalmente por los hijos e hijas de todos. Sabedoras de esa receta infalible que se cocina a fuego lento. Que no es un solo hijo ni es un solo ejecutor. Que son miles. Más que los miles de pibes víctimas del gatillo alegre y los dedos en la lata de los que hablaba Walsh porque hay madres, hay padres, hay hijas e hijos, hay hermanas y hermanos. Pero fundamentalmente hay compañeros con los que compartir el pan en ese sendero que no tiene fin porque es más intenso y extenso que el pergeñado por un modelo diseñado para pocos y ejecutado para forjar un mundo de desechados.
Edición: 3691
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