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Por Bernardo Penoucos
(APe).- Evita trajo el mundo en sus ojos.
Las orillas en las manos y la ilegitimidad de la sangre.
El cuerpo de mujer y el cuerpo del dolor.
El cuerpo de mujer como dolor.
El cuerpo de mujer como campo de batalla.
El cuerpo de mujer como amenaza infranqueable.
Imperdonable pecado capital el de andar levantando la voz orillera en tierras aristócratas y repartidas.
Irremediable error el de repartir el pan y querer explicar-encima- el por qué repartirlo.
Divina gloria que supo amasar el lodo de la historia.
Divinas rabias que supieron desvelar hasta a las más acomodadas conciencias y éticas envasadas y en putrefacto formol.
Casi todos te han traicionado en tu nombre.
Casi todos te han rematado en tu nombre.
Descamisados de poca monta que luego del escenario lucirán su traje mezquino.
Ratas disfrazadas de militantes que utilizaran tu nombre y tu rostro como saqueo, como cooptación de clientes, como si nada...
Pero hay la excepción, lo inamovible.
Los que siguen besando tu altar y llorando tu voz
Son esos sujetos irrebatibles: mujeres, hombres, viejos y niños que sentados en la vereda de la historia lamentan tu ausencia, este silencio de hoy, esta política tan predecible y empaquetada.
En esa ausencia te reivindican: entre cartones, chapas y esperanzas de ansiadas resurrecciones.
Edición: 3664
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