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Por Oscar Taffetani
(APE).- "Las balas han escrito la última palabra en el cuerpo del reo. El rostro permanece sereno. Pálido. Los ojos entreabiertos. Un herrero martillea a los pies del cadáver. Quita los remaches del grillete y de la barra de hierro. Un médico lo observa. Certifica que el condenado ha muerto. Un señor, que ha venido de frac y con zapatos de baile, se retira con la galera en la coronilla. Parece que saliera del cabaret. Otro dice una mala palabra...
"Veo cuatro muchachos, pálidos, como muertos y desfigurados, que se muerden los labios; son: Gauna, de La Razón, Álvarez, de Última Hora, Enrique González Tuñón, de Crítica y Gómez, de El Mundo. Yo estoy como borracho. Pienso en los que se reían. Pienso que a la entrada de la Penitenciaría debería ponerse un cartel que rezara: '-Está prohibido reírse'. '-Está prohibido concurrir con zapatos de baile'..."
No, no es Rodolfo Walsh. Es Roberto Arlt.
¿Hacía nuevo periodismo, Arlt? ¿Hacía non fiction novel? ¿A qué señor de frac y zapatos de baile, a qué tilingo, se le ocurriría preguntárselo este día de marzo de 2007, cuando nos sigue estremeciendo la crónica del fusilamiento de Di Giovanni?
"Si Juan Carlos Livraga llegara a ser víctima de alguno de los rarísimos accidentes o suicidios que están ocurriendo en las madrugadas bonaerenses, sobre todo en las proximidades de las vías férreas, la opinión pública sabrá cómo interpretarlo (...) Y si Juan Carlos Livraga llega a desaparecer, sepan los culpables que no habrían destruido una sola de las pruebas que los acusan, pues todas ellas han escapado a su control (...) Sepan, pues, todos los que están directa o indirectamente vinculados a estos trágicos acontecimientos, que no hay en este momento en todo el territorio de la nación una vida más intocable que la de este muchacho argentino..."
Éste sí es Walsh, el primer Walsh, el que tras recorrer infructuosamente las redacciones, consigue que Revolución Nacional, un periódico marginal, le publique su nota 'Yo también fui fusilado', con la entrevista a uno de los sobrevivientes de la masacre de José León Suárez.
Más tarde, en el '69, un Walsh maduro (mejor dicho: madurado en la lucha y la interpelación del poder) publicará en el periódico CGT un artículo titulado 'La secta del gatillo alegre'.
Leemos allí: "El comisario Miguel Etchecolatz es un hombre sensato, buen observador. Cuando se hizo cargo de la primera de Avellaneda, su mayor preocupación consistió en evaluar el personal con que contaba. Del resultado final de esas cavilaciones dio cuenta La Nación el 23 de marzo de este año: 'un curso de alfabetización para su personal fue iniciado en la comisaría primera de esta ciudad'..."
Con filosa ironía, Walsh habla luego del supuesto suicidio, en la comisaría de San Justo, de un chico de 19 años escapado del Agote: "Otro factor deprimente -dice- que acaso contribuya a la ola de suicidios en tales calabozos, son las inscripciones que dejan los torturados..."
La batalla que sigue
Han pasado casi 40 años desde aquella denuncia sarcástica, una denuncia que, a falta de otros elementos, acicateaba con ironía la razón y la conciencia de los lectores.
Hoy, el personaje llamado "Etchecolatz" ocupa otro lugar en las páginas de La Nación. No es ya un comisario modelo, sino un procesado y condenado por crímenes de lesa humanidad.
Walsh, en cambio, una de las víctimas de la cacería sin ley que organizó la dictadura, es homenajeado por estos días en todo el país. Participan de los homenajes militantes políticos de distinto signo. Y ex militantes. Y hasta no militantes.
¿Es eso una victoria?, nos preguntamos.
Si leemos las (desoídas) recomendaciones de Rodolfo a la conducción de Montoneros, en enero de 1977, podríamos pensar que sí.
Walsh quería "impedir que el enemigo pueda convertir el triunfo militar en victoria política integral". Y pensaba que debía proponerse "un reconocimiento por ambas partes de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la vigencia de sus principios bajo control internacional".
Ya nadie puede negar que la más importante bandera de la lucha popular contra la dictadura fueron los Derechos Humanos, encarnados en las Madres primero, en las Abuelas más tarde y en toda la sociedad después.
Sin embargo, un párrafo de su famosa Carta a la junta militar -la denuncia que cierra aquella parábola comenzada con Livraga, veinte años antes- profetiza, en 1977, la que será una tremenda derrota popular, derrota de la que aún no nos hemos repuesto:
"Estos hechos que sacuden la conciencia del mundo civilizado -dice Walsh- no son sin embargo los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino, ni las peores violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren. En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes, sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada..."
En este punto, ya no sabemos quién está hablando. No sabemos si es Roberto Arlt, el fusilado Di Giovanni, el fusilado Livraga, el desaparecido Walsh o el desaparecido Julio López.
Es alguno de ellos, seguro. Es todos ellos. Somos nosotros.
No se trata, entonces, de descubrir bronces o placas. Ni de salir a buscar lágrimas o aplausos para las efemérides.
Roberto y Rodolfo, Livraga y López, desde el lugar donde estén, con una mirada celeste que taladra el tiempo y la hipocresía, nos piden que sigamos.
A todos: al más viejo y al que todavía no ha nacido. Al fin y al cabo, somos sus legítimos herederos.
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