Niños para amanecer

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Texto y fotos: Claudia Rafael

(APe).- La morenidad se apropió del puente. Los carritos con niños y las mantas multicolores poblaron de ternuras un lugar vestido de tragedia. Entre banderas y pancartas de cartón, el nombre de Darío y Maxi forman una dupla compañera inseparable. Ellos, tan jóvenes, tan bellos, con el viento y el sol en la piel, jamás hablaron entre sí pero la sangre que brotó y los ensambló en puzzle perfecto aquel 26 de junio de hace 16 años los hermanó para siempre.

Bebés de ojos rasgados y piel aceituna prendidos a los pechos de miel de sus madres. Mujeres de arrugas que ajaron la piel con dolores y sacrificios comparten la vida y el pan, sentadas en ronda. Hablan del día a día. Se mueven con sus petates a cuestas o comparten con sus hombres, un recipiente de plástico con guisos tibiones.

“Un lugar al que elegís volver”, dice el cartelón publicitario azul de fondo de los asfaltos que se entremezclan en la autopista 9 de Julio Sur al momento de bajar a Avellaneda. Por sobre el bingo, en el que tantos nadies se juegan tres pesos con cincuenta para ser más pobres que ayer.

En el descenso al conurbano profundo, que deja atrás al riachuelo y la escultura al obrero peronista, asoma el Frigorífico La Negra, del que sólo queda la arcada de ingreso a Carrefour. Nadie recuerda ya aquella historia fabril ligada al puerto de Avellaneda desde 1885. En ese mismo sitio en el que más de un siglo más tarde el menemismo abriría las puertas al primer shopping del país. Fue exactamente allí donde los policías fragmentaron la vida de Maximiliano Kosteki, llevado luego al ingreso a la estación Avellaneda, donde Darío Santillán quiso protegerlo de los plomos que terminaron devorándolos a ambos.

Una y otra vez, regresar a Hipólito Yrigoyen al 500, cada 26 de junio, es zambullirse en la Historia. Esa que va con mayúsculas. Las bestias me persiguen y ya comencé a desangrar, por aquellos zarpazos que desfiguraron mi rostro y mutilaron parte de mi cuerpo, escribió Maxi Kosteki en febrero de aquel 2002 en un vaticinio impensable de lo que apenas cuatro meses más tarde lo tendría como protagonista. ¿Cómo es posible adelantarse al tiempo? Trepar a los puentes del tiempo y viajar al futuro en formato de poema indómito. Esas bestias tendrían nombre y apellido. Y algunos, los marioneteros del poder, siguen deambulando pasillos y marcando rumbos para este país que desangra, mientras junio sigue ardiendo aquí en la espalda, como cantaría Fandermole.

Motos, patrulleros y celulares de las fuerzas de seguridad se apostaban a unos 200 metros esperando que se activase algún botón que les permitiese dar rienda suelta a los deseos del modelo de marcar territorios.

Un vendedor de sanguches hace los dedos en ve y el hombre con la canasta de chipá sobre la cabeza se mueve plásticamente sin usar las manos. El grito de los marchantes pronuncia los nombres de Darío y Maxi y los hermana en sus historias con los miles y miles faltan. Que son ausencia eterna. En cada década y en cada era.

Hay un mundo más bello en un tiempo que aún no llega. Como ése que intentaron atrapar con sus dedos Darío y Maxi bajo la forma de una revolución parida para gestar una mujer y un hombre nuevos.

Dieciseis años después ahí estaba esa semilla que fue fruto y fue flor en el duro asfalto del Puente Pueyrredón. Era la de esos niños que reían y jugaban a ser felices. En esa geografía que se llama infancia, hecha de barro y ternura.

Amasada con soles de primavera y canciones de madreselvas. Con vientos de mañana, porque es la terquedad la que transforma y repite, como Viglietti, en una cantinela inolvidable que se precisan niños para amanecer.

 

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Edición: 3641


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