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Por Claudia Rafael
(APe).- Natalia vivió menos años de los que pasaron desde su crimen. Tenía 15 aquel 4 de febrero de 2001 en que desapareció. Y transcurrieron casi 17 desde que un chico –ya hombre- de 10 años la encontró a las 7.45 de cuatro días más tarde, debajo de un pilón de hojas y ramas del bosque Ameghino de Miramar. No ha de ser fácil crecer tras ese hallazgo con el impacto feroz de la crueldad humana. El cuerpo de Natalia estaba boca arriba, con moretones en los muslos, la mano izquierda quemada por cigarrillos, el tabique nasal fracturado y un golpe en el cráneo tan brutal que había arrancado cuero cabelludo. Esta semana, sentado en el banquillo, un cuarto policía comenzó a ser juzgado. Los otros tres, condenados en 2002 a reclusión perpetua (pena que luego fue rebajada) por privación ilegítima de la libertad agravada, violación agravada y homicidio triplemente agravado, ya gozan de salidas transitorias.
En aquellos días, el policía Ricardo Panadero había sido sobreseído pero casi 17 años más tarde –y tras una decisión de la Suprema Corte de la provincia- la fiscal Ana María Caro logró llevarlo a juicio. El único civil –el entonces famoso Gallo Fernández- ya cumplió su condena y trabaja como albañil en la misma ciudad del horror. Construye con ladrillos como supo trabajar concienzudamente para la implosión del cuerpo de una adolescente.
En aquellas jornadas iniciáticas de un 2001 que arrasó con el país, a historias como las de Natalia Melmann –de rostro fresco y sonrisa de transparencias- no se las llamaba femicidios. A sus victimarios no se los caracterizaba como manada. Miramar gozaba simbólicamente de aquella mansedumbre nerviosa de los pueblos chicos de menos de 20.000 habitantes. Como en aquella vieja historieta “Cuentos de almejas”, todo parecía transcurrir, sin sobresaltos, entre la arena y el agua salada del mar que con sus olas podía arrastrar y llevarse lo malo. Y donde sólo el amor y el romanticismo ocupaban las vidas cotidianas. Con la vieja historia del joven idilio entre Chichina Ferreira y Ernesto (aún no el Che) Guevara, a unos 300 metros de la playa.
Pero Miramar no escapa a la perversidad de la condición humana. Porque cuatro años más tarde, Manolo Duarte, de 14 desaparecía para siempre (sólo algún hueso con su ADN se halló tiempo después); seis años más tarde Emiliano Isaía era asesinado por el hijo de uno de los policías que violó y mató a Natalia. Gastón Bustamante, de apenas 12, terminaba violentamente sus días en un homicidio que sigue impune. Y exactamente cinco años atrás, el 29 de mayo de 2013, Laura Iglesias, trabajadora del Patronato de Liberados era violada y asesinada en Miramar. Y si bien hubo un condenado, tanto la familia como los compañeros de Laura, sostuvieron siempre que había un oscuro entorno policial ligado al asesinato que fue completamente obviado.
Gustavo Melmann y Laura Calampuca escucharán una vez más cada una de las torturas con que su niña de 15 años fue sometida. Hoy sería una mujer de 32 años. Hubiera sentido escozor y rabia ante historias como la suya si hubiese sobrevivido. Si aquella noche hubiera regresado a casa como tendría que haber ocurrido. Hubiera llorado tal vez ante la perversidad de otra manada, a 50 kilómetros, en la eternamente “feliz” Mar del Plata, cuando Lucía Pérez –igual que ella misma y que María Soledad Morales- fue masivamente victimizada dos años atrás.
No invoques la Justicia. En su trono desierto se asiló la serpiente. No trates de encontrar tu talismán de huesos de pescado, porque es mucha la noche y muchos tus verdugos, escribía Olga Orozco. Una serpiente asilada en el trono de la justicia pero a la vez en cada uno de los tronos que -imperturbable- construyó y abonó la condición humana para desmadrarse y perpetrar la ferocidad de lobos devoradores de vidas.
Sin crueldad no hay fiesta, escribía Nietzche en La genealogía de la moral. Una moral a la medida de un sistema anclado en el desprecio a la vida. Urge armar colectivamente un antídoto para la antestesia.
Edición: 3623
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