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Por Silvana Melo
(APe).- A los doce años tuvo su primera experiencia palpable, física, con la violencia institucional. El policía de la Ciudad Autónoma sucursal Palermo lo sostenía en el piso. Con su chaqueta borravino, el arma a la derecha y el bastón a la izquierda. La construcción del enemigo público es original. Como el pecado. Comienza desde el origen, con la primera puntada de la vida.
A los doce pudo ver desde el piso y a través de sus lágrimas y sus mocos –que cuando se está en el suelo se mezclan y se van juntos por la garganta y la cierran de susto- la cara del policía. Feroz de fastidio. Flagrante de cierto regodeo. Sosteniéndolo por los brazos, chiquito como es, pero tan peligroso y amenazante. Tanto que pone en riesgo la paz social por levantar del piso una SUBE y llevársela en el bolsillo. O en la mano, escondida contra la pelota de basquet roja estampada en su remera.
Pero dice el policía que la robó.
Entonces aparece, como una burbuja súbita, la construcción del enemigo. Ladrillo por ladrillo, con la urgencia con la que construyen los narcos su casona, de la noche al día en la 1-11-14. Así no más cayó al piso y el policía lo puso en un patrullero y lo llevó al instituto Inchausti. Y tuvo, así no más, su primera experiencia de violencia institucional. Y de cárcel infantil, ya que estaba. Porque para construir un enemigo hay que hacerlo en serio. Sólido y firme. Para que no se olvide más y para que empiece a estirar, como a una serpiente, la semillita de odio que acaban de plantarle.
La factoría de enemigos tiene sede central en las garras del Estado. Y se ramifica estratégicamente en las dependencias que suele sostener la buena vecindad. Los usuarios políticos bajan el rumbo de la construcción, determinan su señalética, sueltan a la policía y la legión inquisidora de la sociedad aplaude. Como los foristas de TN, que publicó la información y abrió a sus lectores la cañería para la defección opinatoria. Gente ordinaria, común. Vecina. De una crueldad descomunal.
La factoría de enemigos no tiene límites cuando arranca. Con ropa bordó de policía ciudadana se puede detener a un niño de doce años y tirarlo al piso, amenaza firme y germen de la inseguridad (de la del resto, no de la propia, mocoso y lloroso en el piso, tan chiquito, tan pecaminoso por niño, tan culpable de origen).
Con verde de Gendarmería se puede entrar a un jardín de infantes en Moreno, buscando delincuentes. Y por las dudas echar al piso a toda la salita de tres, a tierra los cuerpos breves, semillas de la inseguridad futura.
Y disfrutar de ese encanto que parece que tiene el poder. Que tiene la impunidad. Que tiene la sumisión de los frágiles. Cristales que al quebrarse reafirman el poder de la villanía. La cobardía de los infames.
Edición: 3600
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