La lógica del mundo

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Por Bernardo Penoucos

(APe).- Ya lo dijo Eduardo Galeano: mientras los niños ricos juegan a la guerra con balas de rayos láser, ya las balas de plomo amenazan a los niños de la calle. Así los días que corren, las muertes que vemos, los rostros que fueron. Se agranda y ensancha la grieta que come la tierra y deglute a los pueblos. Más acopian los pocos, más hambre se come a los muchos.

En Colombia, México, Bolivia y también en Argentina, entre otras patrias, los grandes mercaderes del crimen organizado son los empleadores de turno: uno puede iniciarse en la carrera desde los 8 años juntando la coca, luego procesándola y más tarde recorriendo el menudeo. También puede iniciarse embalando la marihuana o como halcón vigía arriba de alguna casilla que, silbido mediante, le avise al patrón si llegan caras extrañas a la zona. Los que tienen menos suerte y algunos años más, arrancan como sicarios y mueren, también, como sicarios, dejando una mancha de sangre en la tierra, regándola de olvido y silencio.

No se trata de una libre elección. En las barriadas más excluidas, en los morros y en las favelas los niños y niñas han sido reclutados, secuestrados y “ablandados” para entrar al negocio. Luego de esa entrada, la salida se torna casi imposible. Siempre hablamos de niños, siempre hablamos de pobrezas comercializadas.

Según el informe realizado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, sólo en México se estima que existen más de 30.000 niños y adolescentes que han sido reclutados por el crimen organizado, para hacerlos partícipes de delitos tales como la extorsión, el tráfico de personas, la piratería y el narcotráfico. A partir de los 12 años los niños son utilizados para cuidar las casas de seguridad del Jefecito y controlar que ningún o ninguna secuestrada se escape. A los 15 ó 16 les asignarán otras funciones: secuestros, asesinatos y libre portación de armas, es decir, el inicio de una corta carrera en el sicariato, que terminara en la muerte o en la cárcel con la mayor de las suertes.

Los administradores de la moral mediática, tan de moda en estos tiempos, nos dirán, cómodos, llenos y bebiendo el aire acondicionado de la TV, que antes la pobreza era digna, que antes la pobreza era honrada y que en cambio ahora la cultura del esfuerzo se fue perdiendo como un grano de arena en la inmensidad del mundo. Poco lente en el contexto histórico actual y en la inmensidad del mundo vienen utilizando estos voceros del orden, la eficiencia, la mano dura y el control.

Los niños y adolescentes de los cientos de miles de barrios olvidados de Latinoamérica no pueden, así porque sí, resignarse a la podredumbre en vida, al hambre en la mesa, a la invisibilización impuesta. Entonces, cuando el Estado deja un espacio vacío -y sí que lo deja- o cuando el Estado es cómplice concreto -y sí que lo es- los niños y adolescentes hundidos en el fango estructural cometen el imperdonable pecado de saltar a la vida e ir –como recita el poeta César González- a buscar lo que el porvenir nunca les dio. Y allí, en ese salto, en ese vértigo ineludible, en esa pulsión de vida y en esa desprotección es que encuentran la muerte, el plomo, la reja.

Allí, en ese salto hacia un vacío preestablecido, es que se chocan con la lógica del mundo actual, con ese mundo que no los pensó, no los quiso y no los descubrió sino como recursos desechables, rostros apagados, cuerpos maltratados.

Niñeces descartables.

Edición: 3556


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