Esa mano que salva

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Por Claudia Rafael

(APe).- Es una familia feliz. Todos paraditos para la foto entre risas. El único que mantiene una cierta seriedad es Darío. A un costado, el televisor con la antena partida en dos para tratar de pescar algún canal de aire. Por delante, sobre la mesa, la torta de la comunión de Darío, típica de la época. Y como fondo, una cortina de pliegues permite otear un tramo de la ventana. El tiempo está detenido.

La imagen fotográfica desacomoda. Aparece en facebook, como un recuerdo de su hermano Leo. Para el resto, para los que siempre lo alzamos como bandera, el riesgo es dejarlo exactamente ahí. En el lugar del emblema. Hoy puede ser bandera, pancarta, remera, histórico mural sobre el puente Pueyrredón junto a Maxi Kosteki, hermano de la vida que parió en apenas un instante. Pero la foto funciona como terremoto. En la imagen, Darío es un nene que acaba de tomar la comunión. Hay una familia alrededor. Hay risas. Y él sonríe desde los ojos. Los labios están apretados y las cejas tupidas y sus ojos oscuros son traspolables a las imágenes de él, ya hombre barbado, veterano militante de apenas 21 años.

La foto es una cachetada. Tiene la ingenuidad y la frescura de un festejo familiar íntimo. Que no puede atisbar siquiera el olor de la tragedia. Un festejo en el que, inclusive, está Mercedes, la mamá. La que no alcanzó a ver a su hijo convertido en un cristo del siglo 21. La que no supo que su niño -el que quiso ser un poco como ellos dos, papá y mamá enfermeros, cuando les pidió de hacer un curso de primeros auxilios- intentaría, diez o doce años más tarde salvar la vida de Maxi en los estertores finales tras el horror.

Faltaba una década o algo más todavía para el instante que determinó la historia. Ese punto fatal en el que él -el pibe de las cejas tupidas, el chico que intentaba mantener la seriedad cuando todos a su alrededor reían para la foto- arrancaría, con esa mano en alto, a la entera condición humana del lodo más nauseabundo. Ese gesto, para el que se preparó por años, fue el resultado de un instinto. El momento mismo en que la humanidad puede dirigir sus pasos hacia la basura más pestilente o, como Darío, salvarla por entero.

Darío construye –en un presente continuo que los colectivos sociales deben necesariamente prohijar- al sujeto en su completud más profunda. Su mano en alto tratando de frenar lo irrefrenable es el espejo imprescindible. El gesto urgente para salvar a la condición humana de su seguro suicidio en este camino que –al decir de Miguel Mazzeo- “quiere hacer desaparecer la idea misma de prójimo o redefinirla en términos que excluyan a una categoría de personas”.

La mano en alto está ahí. Y la humanidad tiene ahí, en ese instante, en esa mano, su propio destino.

Edición: 3449


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