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Por Claudia Rafael
(APe).- Hoy se respira miedo en las barriadas más golpeadas de Pilar. Los ojos de los pibes y de los educadores están vidriosos. Saben de qué se habla cuando se habla de balas y muerte. Gaby ya no está. Sus 16 años se terminaron ferozmente con un plomo que lo atravesó y lo volvió un manojo de sangre y muerte. Gaby asistía a la Aldea Jóvenes para la Paz, brazo de Serpaj en el lugar. Hace ya un año –cuenta a APe una de las educadoras- “había pedido zafar del barrio. Durante un año estuvo afuera, en una organización, participando de los talleres”. Pero Gaby volvió. Como vuelven los pibes por esa soledad y esa nostalgia que da la distancia y la no pertenencia.
Pilar es sinónimo de countries. Esos que empezaron a surgir como hongos en los años 70. Era el germen de los barrios cerrados.
Para no ver. Para crecer al margen de la vida ajetreada de los nadies. Donde quedar a salvo de las violencias urbanas pero a pocos minutos de la metrópolis más poblada del país. Control. Lujo. Vigilancia. Seguridad.
No es ése el Pilar donde Gaby cesó en sus latidos. Está a millones de kilómetros de distancia, aunque geográficamente esté ahí nomás. “A los barrios San Alejo y Agustoni los separa apenas el ancho de una calle y una historia de enfrentamientos violentos. A pocas cuadras de los grandes centros comerciales con lujosas salas de cine, los barrios cerrados, la plaza, las canchas de polo, los haras donde las caballerizas son más confortables que cualquiera de las casas de esos barrios. Muy cercano al parque industrial”, describe la educadora.
El día y la noche desnudan mundos encontrados. En la oscuridad se respira espanto. La violencia, esa otra que escupe plomos y esparce muerte, tiene vía libre para que se pasee sin freno entre los caminos subterráneos del territorio. Narcos devaluados se refugian en esos mundos y como rabdomantes indómitos se lanzan a la caza de pibes olvidados. Les arrebatan los sueños y les ofrecen una farsa de vida que nunca será. Son los benefactores de un placer en bandejas que se disolverá para tornarse harapos.
Gaby quiso reconquistar su derecho a soñar. Y empezó a atisbar que había otros como él. Que no estaba solo. Que podía caminar, de a poco, un sueño colectivo.
“Una bala en la cabeza terminó de cortar el hilo de luz que ligaba a Gaby a la esperanza. Detrás del arma que disparó la bala había otro chico”. Un pibe como él. De 15. Violentado como él. Azuzado como él por los brazos de la violencia narco fogoneada y hermanada a ciertas instituciones que lucran y sacan provecho a un sistema criminal perverso. Que luego monta escenografías obscenas en los medios que dibujan el crimen con partes policiales que esconden lo que convenientemente requiere ser escondido. Que optan por no escribir los nombres de los marioneteros de vidas ajenas denunciados en la declaración pero nunca escritos.
La vida de dos pibes –relatan a APe, hundidos en la desazón, educadores del lugar- “fue destrozada. Esta vez el ´bang bang te mato´ con que se torean habitualmente fue real. Las ´ratas´ se escaparon rápidamente y los dejaron solos. Y pronto volverán a salir en la búsqueda de más vidas”. Vidas que tienen demasiada fragilidad y nada que los envalentone para decir que no. Porque les llueven las amenazas. Porque muchos son analfabetos. Porque la pobreza los va minando. Porque la riqueza obscena está a un paso de sus miradas. Porque las fronteras del barrio están férreamente controladas. Porque el poder real en las calles las tiene la perversa sociedad entre transas y fuerzas policiales. Porque hay que amurallarse como personaje bravucón para defenderse de sus embestidas. Y no alcanza ni basta para sobrevivir.
“En esas calles creció Gaby y fue formando su personaje para defenderse y durante un tiempo pudo sobrevivir. Gaby fue muy valiente cuando decidió querer soñar”.
La vida suele ser una moneda en las barriadas. Invisibilizadas. Donde el dolor nada vale. Donde los sueños se tejen con hilos tenues que pueden ser destrozados en apenas un instante. Porque el poderoso ejército de los traficantes de la muerte está agazapado. Listo para apagar la vida.
Gaby era de Boca. Solía usar pulseras tejidas en macramé de color verde. Una gorrita con visera y un anillo en el dedo anular. Y sonreía con una sonrisa transparente y abierta.
Un pibe murió y otro mató. Sus nombres serán prontamente olvidados entre expedientes y causas judiciales. Y no figurarán más que en los libros de la memoria de las organizaciones que los honran en su cotidiana utopía de remar contra los ríos impetuosos de la muerte.
Edición: 3361
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