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Por Jorge Cadús (*)
(APe).- Morir joven. La historia la contó el cura Edgardo Montaldo. Sucedió en Rosario, en un taller con niños víctimas de violencias. Los pibes expresaban en ese taller sus derechos ausentes, sus sueños de derechos, su deseo. Cuenta entonces Montaldo: "Derecho a tener una familia, expresó uno con carita triste. Derecho a no quedarme afuera de la escuela, dijo otro que ya había conocido varias escuelas. Derecho a que no me peguen, dijo alguien que podría mostrar marcas de torturas. Derecho a que nos hablen bien, derecho a jugar, derecho a una vida mejor, dijeron otros. Y alguien muy cansado, señalando que había perdido toda esperanza, dijo Derecho a morir joven".
"Quien pide su derecho a morir joven tiene 12 años y se llama Marcos", cuenta el sacerdote. Desde su historia personal puede leerse la crónica de una comunidad desarticulada: pobreza, golpes, un padre asesinado tres años atrás. Y dice Montaldo: "sin embargo, a Marcos le gusta jugar a la pelota, va a la escuela y pone en palabras sus sueños, sus urgencias, sus necesidades".
Las venas abiertas. 50 millones de personas sometidas al hambre en América Latina, mientras mienten que la región produce alimentos para el mundo. La tierra condenada a producir soja transgénica para alimentar a los chanchos chinos, mientras uno de cada tres pibes que mueren con menos de cinco años, son muertos matados por la desnutrición o la leucemia.
Sin embargo, en los arrabales, hay un briyo que vuelve, malparido pero vuelve. El briyo de la cortina metálica de los Chinos cuando cede a la presión como si fuera cartulina. Cuando la gente entra, inunda el mercadito, sacude los estantes. El briyo del sachet de leche cuando la Mirta lo manotea, le arranca una oreja con los dientes y se la mete en la boca a la Pinina que lleva en brazos; mientras el Toto y el Macho sobresalen entre el humo, los brazos hinchados de yerba y harina, de sidra y fideos, la mirada atenta al balazo ronco que te inunda por la nuca.
No se mueren: los matan. Apagan tanto briyo.
Transas. La postal llega de la mano de una militante política de la localidad de Alcorta.
Dos patrulleros estacionan en la puerta de una casa que, en el barrio, está marcada como lugar de venta de distintas sustancias. Un proveedor menor, intermediario que se hace unos mangos con el negocio. La militante exclama: "Por fin un procedimiento. Era hora que hicieran algo". Un par de pibes entre 10 y 13 años la corrigen: "Qué procedimiento, seño. Le vienen a cuidar el negocio. Si están todos en la transa".
Como en toda la región, en las escuelas de Alcorta hay maestras que se dan de boca contra esta realidad que muchas veces las pone al límite: un pibe de doce años explica con detalles cómo se pica la marihuana, cómo se arma un porro, cómo se fuma para que "pegue bien". Otro pibe, de trece años, cuenta la diferencia entre fumar una flor o un paraguayo. Hay madres que se acercan pidiendo una mano, un consejo, siempre "para el más chiquito, porque los más grandes ya están". "Los más grandes" tienen entre 17 y 20 años. Una piba de quince cuenta que paga en promedio $100 por un gramo de cocaína, "de la mala, pero peor es nada".
Lunas. Porque cuando arriba la luna platea, destila sus briyos el río marrón.
En su camino, el gigante vivo va meciendo los barcos del mundo anclados a la vera de la patria. Arriba de esos barcos, hombres de ojos rasgados desovillan la espera. Cuando por la escalinata sube el turbio proxeneta con diez, doce, quince pibas de la orilla, el Paraná ahoga esos briyos. Suben diez, doce, quince pibas. Nunca se sabe cuántas bajan.
Latidos. Tres millones de pibes jaqueados por la cocaína y la pasta base van soltando cartuchos de vidas recién inauguradas, cuando no mueren calcinados entre las bolsas y los cartones de un kiosco.
Es el sacerdote Daniel Siñeriz, cura de barrios empobrecidos de Rosario, quien remarca que "en estos últimos años ha crecido el tráfico de drogas, y ese tráfico tiene un doble juego: el consumidor termina siendo un distribuidor, para poder consumir. Y muchas veces, frente a propuestas concretas que nosotros podemos llevar para los jóvenes para capacitarse o estudiar, la propuesta económica directa que les ofrece una rentabilidad espectacular les atrae mucho más".
Y muchas veces, esa rentabilidad exige el precio mayor: la vida de los pibes: "Eso ya está puesto", señala el cura, "es una forma de condenación. Captar a los jóvenes para ese espacio tan demoledor que es el consumo marca la propuesta para ellos: una propuesta de muerte. Muchos lo saben, y te dicen: yo ya estoy jugado, no tengo más nada que perder".
Un soldadito armado a 500 mangos diarios. Uno desarmado, gamba y media por día. Un cuidador y vendedor adentro del rancho a 600 mangos. Si es menor cuesta 200. Piecitas de tres por cuatro, que el funcionario de turno llama búnker y destroza con la topadora del poder, mientras recibe la cuota que la yuta recauda puntual y sin urgencias. Luca y media cotidiana que paga la protección de la gorra para un kiosco que suma 15 o 20 lucas diarias.
Pero Siñeriz sostiene también que allí donde hay resistencia hay esperanzas: "en este contexto, la esperanza está en lo que podamos resistir desde estos espacios. Espacios que tengan que ver con la toma de conciencia, y donde cada persona que participa pueda ser actor de algo distinto y de algo mejor".
Hervores. No se mueren: los matan. Los ahogan. Los encierran. Los violan. Los enferman de hambre, droga y cáncer. Los venden. Les roban el briyo de los ojos y los ojos. Les matan la mirada. Apagan el briyo.
Desde el reconocido espacio rosarino "La Grieta. Cultura sin moño", Jorge Palermo, el Flaco, acentúa la pelea cotidiana contra los mercaderes del espanto: "se naturalizan cosas terribles. Porque sabemos pero además lo vivimos: son nuestros pibes los que caen, los que quedan enganchados en esta basura. Y los tipos se ríen de nosotros, porque está entrelazado el poder político, el poder judicial, la policía. Entonces me parece que todo intento vale, al menos, para decir no vamos a naturalizar esto, no vamos a estar de acuerdo, siempre van a encontrar algo o alguien o un movimiento que se oponga, que inventemos cosas nuevas".
Y dice el Flaco Palermo que "claro que la pelea es desigual. Pero pienso que esto es como el agua cuando la ponés a calentar. Parece que no pasa nada, que está siempre igual, pero está pasando. Y en un momento empieza a hervir".
Los briyos de la quema. Porque cuando el sol enrojece el cielo hay retazos de briyos en la quema. Los aluminios que envuelven el deseo mienten una luz que no tendrán. Aunque falsos, se apagan temprano los briyos. Se apagan cuando el Peque se la mama al botón de turno para que lo deje cirujear.
No se mueren: los matan. Los malquieren. Los rompen. Los explotan. Los someten. Los cortan. Los apagan. Como al briyo de la gillette apagándose cuando entra en las muñecas del Jeta, allá en la noche de la reja, entre la mugre del catre y la foto de Yasmín. Los matan. Los asfixian. Los expulsan. Los queman. Y ese es mi latido. El pulso de este barrio mío.
Cada pibe muerto un fantasma que late.
Un latido que agita pena y condena.
(*) Crónica ganadora de la primera mención especial en el Concurso "Alberto Morlachetti" sobre infancia de los arrabales. Jorge Cadús escribe desde Alcorta, Santa Fe.
Edición: 3384
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