Familias argentinas

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Por MIguel Angel Semán

(APe).- Nuestro Código Civil no preveía la figura de la adopción. Para Vélez Sarsfield la idea de implantar un extraño ahí donde la naturaleza no lo había hecho era poco menos que aberrante. Esta concepción moral y sanitaria de la familia argentina salvó de ser adoptados a muchos pibes pobres del siglo XIX, pero no los libró de la caridad de las Damas de Beneficencia ni del Patronato de Menores. Como tampoco alcanzó para arrebatar de la esclavitud doméstica a los “indiecitos y chinitas” que el general Roca, después de exterminar a sus padres, repartió entre las familias porteñas.

Recién 80 años más tarde, en 1948, con Evita en llamas y Perón en el gobierno, se sanciona la primera ley de adopción del país. El detonante fueron los huérfanos del terremoto de San Juan, pero los lineamientos no se apartaron de las políticas tutelares clásicas. La diferencia la marcó el nuevo estatuto de la niñez en la Argentina, con el apotegma hecho realidad de que los únicos privilegiados eran los niños, los pobres de entonces empezaron a andar un poco más seguros y felices.

Pese a ello hay que señalar también ese momento como el punto de partida de una de las más persistentes ficciones nacionales. El mito de un derecho que nunca existió, pero que la conciencia social y la política culposa se han empeñado en proclamar y proteger a rajatabla: el derecho a la adopción, entendido como la aspiración de los adultos por hacerse de un niño.

Toda la legislación, nacional y provincial sobre la materia, como muchos de los proyectos en estudio, guarda coherencia con este principio que no es más que el descendiente actualizado de aquel viejo terror del siglo XIX. Ya no se trata de no meter a un extraño en la familia sino de que una familia extraña no se meta en nuestra casa. A eso tienden los resguardos procesales, la pregonada celeridad, la economía del trámite, la abreviación de los plazos por un lado, y el desmantelamiento de las políticas integrales de protección a las familias pobres por el otro.

Hoy, como ayer y casi siempre, la pobreza se erige en la más poderosa presunción de incapacidad, tanto para criar como para amar a un hijo. Sobre semejante premisa, condimentada con la peligrosidad y apuntalada en prejuicios jurídicos, notificaciones fictas y plazos que corren como ráfagas, el juicio de adopción sigue de largo y deja atrás a una madre y un hijo que nunca más volverán a ser los mismos. Para llegar a ese punto, que hoy algunos llaman situación de “adoptabilidad” la miseria tuvo que haber erosionado resistencias que a nadie le importan.

Generaciones de excluidos son sentenciadas al peor desarraigo si no obedecen a las citaciones judiciales, si no constituyen domicilio donde se les ordena, si no ejercen un derecho de defensa que el hambre les arrebató y la ley les muestra y esconde para volverlo en su contra. Como ejemplo, basta la ley 14.528 de la provincia de Buenos Aires que considera sujetos del proceso en el juicio de adopción a los pretensos adoptantes, al pretenso adoptado, al Ministerio Público y a la autoridad administrativa que haya declarado la situación de “adoptabilidad”. La familia de origen, considerada como un vínculo puramente genético o biológico, su historia y sus afectos arrasados quedan muy lejos de los códigos.

La adopción concebida como política pública y general y no como una figura de excepción para situaciones verdaderamente terminales, lleva a una aberración mucho más temible que la que imaginó el legislador de hace ciento cincuenta años. El traspaso de infancias marginales hacia las clases medias y altas de la sociedad. Un movimiento que aunque tienda a satisfacer las necesidades de los adoptantes, la conciencia social culposa considera un acto casi heroico. Altruista. La batalla por los niños perdidos de la tierra.

Por desgracia, o suerte para ellos, la cantera parece inagotable. Madre a madre y niño por niño, el mundo no se cansa de fabricar miseria. En cada vientre pobre que se tensa late una amenaza. A los 45 días de parir, según la ley de Buenos Aires, y según otras, apenas sepa que un niño triste la mira desde el fondo, la mujer podrá ir a golpear la puerta de alguna autoridad y decirle: Señores, acá vengo a dejarles esta alma y la mía. Les firmará al pie y se volverá sobre sus pasos que ya nunca volverán a ser los mismos.

Edición: 3275

 


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