Niño, migrante, resaca

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Por Claudia Rafael

(APe).- Niños. Pobres. Morochos. Paraguas. Bolitas. Perucas. Patas sucia. Resaca. Respiran el plomo de la tierra contaminada. Crecen en la villa asentada sobre baterías y chatarras hundidas en el suelo. Huelen el hedor del riachuelo de venenos y muerte. Sea cual sea el origen de su partida de nacimiento. Es apenas un papel.

Les cuelgan todos los sanbenitos construidos cultural y socialmente. Por chicos, por pobres, por inmigrantes o hijos de inmigrantes. Con la fatalidad de un destino inevitable. Que se va tejiendo sobre ellos mientras crecen. Destino de traficantes, de delincuentes, de indeseados. Protagonistas presentes o futuros de la “Invasión silenciosa”, como tituló a fines de los 90 un ex periodista estrella. Dignos herederos o intérpretes perfectos del “ajuste social de Bolivia” y “delictivo de Perú”, como caracterizó el hacedor de leyes (FpV-PJ) hace unos días o como planteó Sergio Berni dos años atrás. “Inmigración descontrolada”, definió en 2010 el ahora presidente como causa de lo que llamó disturbios en las tomas de Villa Soldati, cuando hordas uniformadas entraron a reprimir. Abonan la médula del pensamiento fascista que sigue dividiendo entre nosotros y los otros. Que se envalentona cuando el discurso se abona desde el poder. Las palabras de estos días de Piccheto encuentran entre los buenos vecinos el aval necesario.

Cuando Juan abre los ojos grandes ante cada descubrimiento, no naturaliza. Mira alrededor y pregunta todo. Desde “¿dónde está el motor que maneja internet?” hasta “¿cómo se hace el agujero negro que dijo el maestro que hay en el cielo?”. También pregunta otras cosas. “¿Qué quiere decir paragua?”, pregunta cuando escucha que en el picadito al que nunca logra entrar le gritan esa palabra extraña y se ríen. Siente que es una risa rara que trasunta desprecio.

Waldemar tenía 7 en aquella primera danza en tierra argentina cuando –con trajes multicolores- los tinkos reflejaban las vidas de los indígenas y los caporales al duro yugo español. Escuchó como un par de pibes seis o siete años más grandes que él se reían y mucho.

Patria hecha de inmigrantes. Llegados desde alguna parte. Del otro lado de algún río, una montaña, una calle divisoria, un puente. Con una historia en la mochila, construida como identidad eterna, que no se pierde con las risas estentóreas de los que plantan bandera para que nadie entre, de los que con la gravedad de la ley preguntan “¿Cuánta miseria puede aguantar Argentina recibiendo inmigrantes pobres?”.

Pobres de toda pobreza. Como cada quien que debió abandonar su tierra.

Niños tantos de ellos, que crecen en patrias que los miran como basura, como sobrante, como el excedente. Cruzan un puente, una montaña, un río olvidable de la mano de sus padres o nacen de este lado de la frontera pero serán eternamente los bolitas, paraguas, perucas, chilotes, brasucas… Con ojos rasgados. Con pieles más o menos aceitunadas. Con inocencias ultrajadas por las risas altaneras. Explotados en los subsuelos de casuchas hechas talleres textiles en Flores. Transformados tempranamente en trabajadores golondrina en los algodonales o los yerbatales de la Argentina profunda. Habitantes de villas conurbanas con otros tan pobres como ellos, diferentes pero iguales.

El país funciona como “ajuste social de Bolivia y ajuste delictivo de Perú”, dice el hombre que hace leyes. Que es la voz que tantos quieren escuchar y que envalentona. Que tan bien fue espejada a fines de los 90 en la “invasión silenciosa”, de Hadad que reclamaba contra estos migrantes que no fueron precisamente el sueño anhelado por Sarmiento o Alberdi. “Los argentinos nativos no tienen aún hábitos de trabajo ni respeto por la autoridad”, escribía Alberdi y fomentaba la llegada de inmigrantes “si es posible anglosajones” y “cuando con los hijos o los nietos de esos inmigrantes fragüe un nuevo tipo de hombre, un nuevo tipo de argentino, será el momento de darle no solamente las libertades civiles, sino también las políticas”.

Los hijos de la frontera son la resaca. El excedente. El remanente. O, según los tiempos, los peligrosos inmigrantes anarquistas, socialistas, rebeldes dignos de la moralización o la deportación.

Serán lo que deban ser según los tiempos. Semilla revolucionaria o germen apaciguado por la utopía adormecida. Destino incierto, como el de las mariposas listas para salir del capullo y volar o caer. Para ser país o patria, canto o grito, ceniza o fuego ardiente.

Edición: 3267


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