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Por Carlos del Frade
(APE).- No hay que perder el tren de la historia, sostenía una de las frases más escuchadas en la Argentina de la década del noventa.
Significaba sumarse a la globalización, treparse al último vagón cuya locomotora era el gran capital en relaciones carnales con el imperio.
Los que se quedaban afuera del tren eran los excluidos de la historia.
El tren de la historia avanzaba en una sola dirección y no se detenía.
En realidad, siempre la historia argentina tuvo relaciones de amor y odio con respecto a los trenes.
A fines del siglo diecinueve, los ferrocarriles se organizaron como una gran telaraña que confluía en el puerto de Buenos Aires. Pero no solamente llegaban las materias primas y los productos, sino también las familias del interior que buscan un futuro con sentido existencial.
Los trenes servían para los intereses de muy pocos pero también llevaban y traían a la gente.
Eran el símbolo de un país que, por lo menos desde el interior, peleaba por construir un espacio para todos.
Sin embargo las cosas cambiaron. Se modificaron las reglas de juego para los trenes, la historia y los argentinos.
Por eso en aquella década de fines del siglo veinte la decisión fue cerrar los trenes como vínculos de comunicación entre pueblos para convertirse en siempre cargueros de las riquezas de pocos.
Así era el tren de la historia: una serie de vagones que no tenía lugar para el pueblo pero sí para las riquezas que terminaban siendo de aquellos que marcaban el destino de las mayorías.
El tren de la historia siguió su curso.
Pero el país y el pueblo que soñó con aquellos viejos ferrocarriles también quedaron privados de mañanas.
Fue en el Gran Buenos Aires, en la estación de Claypole, que una nena de diez años, cartonera de oficio para sobrevivir, se cayó del tren y perdió una pierna.
La noticia no abunda en mayores detalles sobre la vida de la piba, pero queda claro que hacía tiempo ese indiferente y perverso tren de la historia para pocos la había dejado en la vía, la había despreciado y por eso no estaba ni en la escuela ni en los juegos de la plaza del barrio. La nena era cartonera e intentaba treparse a aquel tren para gambetear los resultados de una historia que fue contraria a la suerte de los que son más.
Era un domingo a la noche, cerca de las doce, cuando la piba no pudo seguir en pie.
“La víctima, quien vive en la comuna vecina de Florencio Varela, había ascendido al convoy con el objeto de cartonear, y cayó de la formación, tras lo cual fue llevada al hospital, donde los médicos informaron que había perdido una pierna”, sostienen las crónicas periodísticas.
El tren de la historia privatizada a favor de pocos le cortó su pierna. Pero fue antes de caer en Claypole, fue en aquel momento que dejó de lado las muñecas, los disfraces de princesas y el juego con las amigas. Fue cuando decidió gambetear la dureza de vivir siempre en la vía.
Pero la dulce nena de diez años no es la lisiada, la verdadera discapacitada es la sociedad que se ufana de haber privatizado el tren de la historia, de haberlo hecho obscenamente angosto, con el exacto lugar para pocos, para muy pocos.
Fuente de datos: Diarios Crónica 12-09-06 y Popular 12-09-06
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