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Por Oscar Taffetani
(APE).- Hace algunos años, reunido con un grupo de comunicadores y asesores de imagen, un gobernador bonaerense lo dijo en voz alta, sin titubeos ni eufemismos: “¡Más cárceles! ¡Hacen falta más cárceles!”
Los asesores cambiaron sutilmente de tema, se levantaron, inventaron excusas y huyeron. Porque lo habitual en un político es hablar de pan, de copa de leche, de escuelas y hospitales, de trabajo, de recuperación industrial. A nadie -a casi nadie- se le ocurriría hablar de cárceles.
La cárcel es un tema duro, que se aborda por lo general en mitad de la gestión, cuando a raíz de un motín que termina trágicamente (lo que se repite con alarmante frecuencia) un gobernante se ve obligado a aceptar renuncias, a efectuar reemplazos y dar explicaciones ante la justicia o la opinión pública.
Sólo en ese momento se habla de la cárcel. El resto del tiempo, los funcionarios prefieren alimentar la agenda con asuntos más suaves y más dulces.
Reflexiones del loco del martillo
Aníbal González Igonet, apodado “el loco del martillo”, pasó 43 de sus 68 años en el penal de Sierra Chica, provincia de Buenos Aires, hasta que por iniciativa de otro convicto que se recibió de abogado en la cárcel, solicitó el beneficio de la prisión domiciliaria.
Igonet fue un asesino serial de mujeres, allá por los 60. Las mataba a golpes para robarles, utilizando como arma la herramienta más común de los carpinteros y techistas: el martillo.
Habiendo observado buena conducta por más de cuatro décadas, y con la salud notablemente quebrantada (hoy camina con mucha dificultad), el loco del martillo obtuvo el beneficio de la prisión domiciliaria y marchó a vivir con su hermana -único familiar que le quedaba- a un barrio humilde del partido de La Matanza.
Ahora es uno de los 41.964 condenados bonaerenses que gozan del beneficio de la prisión domiciliaria. Dentro de las cárceles, sin el citado beneficio, hay 28 mil presos.
Según el último informe enviado por el Ministerio de Justicia bonaerense a la Corte Suprema nacional, los asistentes sociales dedicados a monitorear y hacer la contención de presos domiciliarios son 662, lo que hace una relación de 63 presos por cada asistente social.
El Estado, se advierte con claridad, no es capaz de brindar seguridad ni condiciones dignas a los detenidos que están tras las rejas, pero tampoco a los que están fuera de ellas.
“En la cárcel estaba mejor”, expresó con admirable síntesis el loco del martillo, entrevistado hace algunas semanas por periodistas del diario Perfil.
Cárceles a cielo abierto
Lo que el loco del martillo vio, el día que pasó a ser interno de un barrio pobre del gran Buenos Aires (“cárceles a cielo abierto” las llamó certero nuestro compañero Alberto), fue el rostro impiadoso de la miseria, la desprotección, la intimidación mafiosa, el maltrato policial y el olvido del Estado, todo sabiamente combinado como para hacerlo sentir nostalgias del penal de Sierra Chica.
Esta semana se hizo público el drama -que ya lleva cuatro años- de un puñado de familias que ocupan ilegalmente el edificio de lo que iba a ser una importante comisaría, en Avellaneda, provincia de Buenos Aires
Ya estaban esas familias instaladas en los calabozos, alegrando con flores y juguetes las frías paredes de un edificio en construcción, cuando una denuncia humanitaria, seguida de una investigación periodística, puso a los okupas al borde de algo todavía peor: la calle.
La situación de cientos de miles de argentinos que hoy padecen la “doble cárcel” (están mal adentro, pero no están mejor afuera) nos recuerda la disyuntiva que tenía un niño llamado Milo, cautivo de la tristeza y la soledad en una barriada del Bajo de la ciudad de Buenos Aires.
Milo había encontrado un amigo en el zoológico. Un amigo que sin hablar le hablaba y sin entender lo entendía. Apenas los barrotes los separaban. Hasta que un día el chico decidió compartir con su amigo la aventura de vivir, sin importar de qué lado de la jaula estuvieran.
Ante gobernantes cuyo desvelo es construir más cárceles, a cielo abierto y de las otras, viene a nuestra mente la metáfora de Milo, alumbrada por un escritor bonaerense llamado Haroldo Conti.
No precisamos más cárceles. Ni más asistentes sociales.
Lo mismo que Milo, necesitamos amigos, gente solidaria. Necesitamos brazos para amasar panes y construir casas, no importa de qué lado de la jaula, de esta inmensa jaula, estemos.
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