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Por Silvana Melo
(APe).- Ana María Semczuk se preparaba para escindirse, en esa fragmentación prodigiosa que transforma en dos vidas lo que era una sola. A las 35 semanas sintió que se le contraía el vientre. Y que Octavio tenía una perentoria decisión de vida propia. Ella, con Fernando y Macarena, la familia que armó y por la que se jugó yéndose de Apóstoles a Iguazú, vivía en la ciudad de la séptima maravilla. Cuando murieron, ella y Octavio, la ocupación hotelera estaba a un 95%. Los turistas habían dejado casi 170 millones en la provincia. Pero el Estado les dio la espalda. La salud pública hizo esperar horas a Ana, después la trasladó a cien kilómetros, la atendió con displicencia y no evitó que el prodigio cotidiano de la vida que se hace dos, fuera desbaratado violentamente por la muerte. Una cómplice eficiente de las estrategias de selección y descarte de un estado capitalista con prioridades claras y fundacionales. Donde no caben las Anas ni los Fernandos que migran buscando mejor vida, ni los Octavios que nacen sintiendo que esa sublime maravilla que pretendió descubrir Alvar Núñez cuando llegó al continente, puede salpicar buena suerte.
Pero salpicó muerte. Tal vez por el llanto ancestral de aquel dios celoso de la bella Naipú, que había elegido a un mortal. Y en la leyenda guaraní, echó el agua abajo por despecho. Sus lágrimas sagradas se desencadenaron furiosas buscando la canoa donde Naipú huía con su amante de carne y hueso. O acaso es la catarata sistémica la que se lleva a las Anas y los Octavios. Sin magia ni leyenda.
Ana fue a parir al Hospital Samic de Puerto Iguazú. Dice Fernando:
-Llegó a la guardia y al ratito, a las 9.30, rompió bolsa en la sala de espera.
-Un médico hizo escuchar los latidos del corazón del bebé pero nunca llevaron a Ana a una sala de parto.
-Cuatro horas más tarde comunicaron el traslado al Samic de Eldorado porque en Iguazú no había cama.
-La distancia era de cien kilómetros. La ambulancia llegó 13.30.
-“Yo iba adelante y escuchaba cómo gritaba. Escupía sangre. El bebé se ahogaba. El médico y una enfermera iban atrás. Nunca pararon.
-“Cuando llegamos al Samic de Eldorado, nadie nos esperaba. Los médicos estaban mirando una telenovela. Abrieron la sala de parto y a los diez minutos nació el bebé. Por parto natural”.
-Octavio ya no vivía. Ana murió al otro día.
Ellos llegaron desde Apóstoles a Iguazú buscando horizontes más piadosos. Esperando que salpicara la buena suerte desde ese llanto divino y pluvial. Séptima maravilla del mundo que tal vez les rociara purpurina de los dioses a esa vida tan árida y tan insegura de la tierra misionera. Tinta como la sangre. Ella tenía 29 y 15 años junto a él. Octavio Natanael sería su segundo hijo, después de Macarena. Pero la semana pasada Fernando tuvo que ofrendarlos a la mamá Pacha y no podía entenderlo. Hasta ayer serían cuatro. Hoy, apenas dos.
La muerte, que es una eficiente herramienta sistémica, les había golpeado la puerta. La de la casa y la del alma. La salud pública, instrumento de selección y descarte, allanó los caminos. Y los dos, Ana y Octavio, se convirtieron en números fríos y sin identidad que engrosan las estadísticas de mortalidad materno infantil. Esas estadísticas que después no se muestran o se dibujan o se disfrazan. Porque son vergonzantes en la séptima maravilla del tercer milenio.
La reducción de la mortalidad materna estuvo lejos del quinto Objetivo de Desarrollo del Milenio con que las Naciones Unidas suele tratar de expiar su responsabilidad en la tragedia del mundo. Del compromiso argentino de llegar a 1,3 muertes por 10 mil nacidos vivos apenas se arribó a 3,2.
"En Argentina la deuda con las mujeres está en la atención obstétrica de emergencia y en las complicaciones en el embarazo. El 70% de esas muertes son evitables”, decía a Clarín Mabel Bianco, de la Fundación para Estudio e Investigación de la Mujer un año atrás, como si supiera de Ana y Octavio.
Fernando compró la sangre 0 negativo que necesitaba su esposa. Les pagó a los donantes. Porque en el hospital público no había reservas. Después hizo una denuncia penal. Después escuchó a los funcionarios decir que “veremos si fue una muerte prevenible o no”. Después los escuchó decir que “seguramente (Ana) tuvo un síndrome de Hellp, una complicación obstétrica severa considerada como una variedad de preeclampsia, que se caracteriza por una anemia brusca, rotura de glóbulos rojos y fallas renal y del hígado”. Después pensó que en siete horas de espera había mucho tiempo para retener una vida. Dos vidas. Después los escuchó decir que fue “un accidente obstétrico”. En realidad un siniestro obstétrico. Un sacrificio obstétrico al sistema.
Paula tiene 27 años y es hermana de Ana. Toda su familia acordó con Fernando la necesidad de una Fundación Ana María Semczuk. “Para poder ayudar a que otras personas no sufran lo que pasamos nosotros; la idea es sacar algo bueno de todo esto. Algo que haga que su muerte y la del bebé no sea un caso más. Que su hija se sienta orgullosa de sus padres y recuerde lo buena que era su mamá”, dice a APe.
Quieren quitarle el velo a la muerte de Ana y Octavio. Quieren arrancarle la envoltura de mera estadística. Quieren que sean visibles. Ponerle un cepo a la muerte para que no toque a otras anas y otros octavios. Quieren armar una celada al sistema, en tiempos en que los transformadores son apenas quijotes desbaratados por molinos con gerentes y policía.
Tal vez la trampa más grande que se le tienda al sistema sea que los niños sigan naciendo, como un desafío al exterminio. Que sigan en pie las Anas, diosas en un momento mínimo de su crónica. Pariendo fueguitos obstinados para que no se apaguen jamás. Ni con los ventarrones de la salud pública. Ni con el llanto a gritos de la séptima maravilla del mundo.
Edición: 3198
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