Los verdaderos agricultores

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Por Oscar Taffetani

(APE).- En El hombre y sus obras, ya considerado un clásico de la antropología cultural, Melville Herskovits nos cuenta que las primeras huellas de la agricultura primitiva se remontan a tiempos del Neolítico, es decir, a ocho mil años antes de la era cristiana.

 

Durante décadas los antropólogos pensaron que los recolectores habían sido sucedidos por los cazadores, que después de los cazadores habían venido los ganaderos y que finalmente habían llegado los agricultores. No fue así. Daryll Forde ha explicado con claridad que los pueblos no tienen etapas económicas, sino, simplemente, economías, y que éstas no son sencillas ni exclusivas, sino fruto de combinaciones.

A partir de esa observación, cientos de "excepciones" recogidas por los antropólogos alrededor del mundo pasaron a ser sostén de una sola ley o patrón de comportamiento, y nos ayudaron a entender mejor la naturaleza de este bicho pensante que -sin ofender a otros- es el ser humano.

Primitivos que dan cátedra

Entonces, dejaron de ser raros los esquimales, que en invierno comen grasa de focas y ballenas y que en verano establecen el tabú de comer focas y ballenas, para obligarse a balancear la dieta.

Y también los llamados cazadores de las praderas, que en sus ratos libres cazaban... maíz.

Y los llamados recolectores de arroz silvestre de la región superior de los grandes lagos, que a lo largo del año, de acuerdo con la estación, consumían azúcar de arce; y más tarde, bayas y cereales verdes; y luego, bayas con tasajo; y después, arroz almacenado en sus propios depósitos; y en la primavera gallinas salvajes de los campos de arroz...

Qué decir de los athacaspan que cuenta Herskovits. Ellos eran pescadores-cazadores-recolectores-agricultores, todo a la vez. Tenían 15 variedades de cuerdas, 41 clases distintas de recipientes, 23 útiles de pesca diferentes. De sus 29 diseños de construcción, 11 eran instalaciones para el ahumado de pescado o el almacenamiento.

Cuando los europeos llegaron a América, descubrieron que podían cultivarse 30 variedades de plantas que apenas si eran conocidas en el Viejo Mundo: el maíz, el cacao, la papa, la batata, la mandioca, el maní, el tabaco y el tomate, entre ellas.

En el oeste norteamericano, los cazadores que cosechaban el maíz de las lomas, acostumbraban fertilizar el suelo con pescado.

Más al sur, ya en Sudamérica, exploradores europeos -como el italiano Pigaffeta- descubrieron modelos de plantación múltiple: guías de porotos trepando por los tallos del maíz, junto a enredaderas de calabaza que se extendían por el declive del terreno.

Las terrazas y el cultivo escalonado de los incas, lo mismo que los bancales de las Filipinas, constituían auténticos modelos de agricultura de regadío. Y eran modelos, también, de distribución del agua.

Mucho antes -y mucho después- de la invención del arado, las culturas "primitivas" de cinco continentes conocían la laya o estaca de cavar.

A veces, le añadían una agarradera (cultura cowichan); otras, un estribo (cultura maorí). En Nigeria, desarrollaron el notable azadón de hoja ancha. Los indios Thompson -se sabe- tenían su diseño exclusivo de plantador.

Ah, y nos olvidábamos: también se sabía, hace miles de años, del agotamiento de los suelos. Por eso los agricultores planificaban la rotación trienal de los terrenos. Y de un modo empírico, pero seguro, identificaban los nutrientes que necesitaba cada uno de sus cultivos.

Disculpará el lector estas enumeraciones. Queremos interrumpir un diario masajeo mediático que rotura, cual arado, nuestras cabezas, y pretende sembrar en ellas un pensamiento único llamado soja, donde la soja aparece como único protagonista, milagro del nuevo siglo, proeza de la bioingeniería y panacea universal.

A juzgar por el discurso publicitario, la humanidad estaría yendo, de la mano de la soja transgénica y su socio el glifosato, hacia la tan postergada distribución equitativa de la riqueza.

Estaríamos a punto de resolver el problema del hambre en el mundo, y todo por la soja.

Una estirpe vencedora

Cultura, en un sentido antropológico, es la respuesta que los grupos humanos, a lo largo del tiempo, van dando a los desafíos de la existencia.

Si un orden económico determinado quiere imponer un pensamiento único y una sola manera de hacer las cosas, la otra parte de la humanidad, ésa que ha sido marginada, excluida o expulsada del banquete, produce inmediatamente su respuesta, como saludable acto de supervivencia.

Así, cuando la “economía formal” busca convertir el planeta en una sola cadena de shoppings y supermercados, con ciudadanos-consumidores rigurosamente empadronados, bancarizados y controlados, la “economía informal” se convierte en la respuesta de las mayorías atenazadas por el hambre, empujadas por las ganas de vivir, dueñas de un irrenunciable sueño de libertad.

Y cuando el “agro” es sólo una industria prepotente, concentrada en pocas manos, donde el sol, el agua y hasta el milagro de la vida devienen variables de una receta ingenieril, renacen como plantas, en los bordes y las grietas, en los sitios de sombra, los verdaderos agricultores.

Ellos pertenecen a una estirpe de diez mil años. Son dueños de un conocimiento atesorado por generaciones. Ellos conocen la soja, el trigo, el maíz, y los secretos de la huerta. Hablan con los frutales. Dialogan con el sol.

Los sacerdotes del pensamiento único los ignoran, pero cada vez son más, y ya no podrán ignorarlos.

Se han propuesto recuperar una tierra devastada. Lo van a lograr.


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