Vacío

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Por Mariano González

(APe).- José Mateo tenía 23 años cuando la policía lo detuvo. Vivía en el Barrio Obrero Wichí, en Ingeniero Juárez, Formosa y sufría, como tantos otros del piberío, el asedio policial. Un mes atrás, días antes de quedar en libertad de la cárcel mixta de Las Lomitas, la policía lo entregó muerto a su familia sin mayores explicaciones. El cuerpo ya sin vida de José tenía marcas y cicatrices por todos lados. Había sido abierto y vaciado de sus órganos.

Aislar, asfixiar. Vaciar de toda expresión de rebeldía. Disciplinar los cuerpos tras los barrotes indelebles de las instituciones. La estrategia se repite una y otra vez, matizada por la argucia de devorar esas rebeldías digiriéndolas en sus fauces sistémicas. Y las devuelve limpias y perfumadas a un mercado siempre presto a consumirlas. Ya vaciadas de todo contenido.

La juventud, como expresión de rebeldía, es víctima de ese vacío que el sistema ofrece para contenerla.

A José, esa tarde, lo entregaron a su familia ya sin vida. Ya muerto. Ya vacío. Este caso es uno más de los muchos en los que, tras una detención o visita al hospital, las madres reciben cajas de madera con cuerpos sin órganos y un cruel silencio.

No hubo velas tras ese altar de muerte, sólo un cuchillo indolente rezando su plegaria de uniforme azul. Ni siquiera el consuelo de orillas lejanas, solo un vacío. La incolora nada. El suspiro final del futuro des-organizado. Y la seca muerte, dolorida en su vergüenza de morar en los arrabales del mundo. En papeles que maquillarán asesinatos con su disfraz de paro cardiorrespiratorio, a la sombra de la horca del Estado.

Y el cuerpo ahora ya sin vida: ahora dócil, ahora frío, sentía aun hincarse el cuchillo sobre sí, abriendo un abismo entre dos mundos, grande como la crueldad. Derramando a borbotones restos de humanidad. Corrompiendo hasta a la muerte en el mercado negro de órganos.

En la redundancia atroz del capitalismo salvaje, sobran poblaciones, ya no vale el hombre sólo por su potencial fuerza de trabajo. Los que a los márgenes del mundo ríen y lloran su suerte, los expulsados del sistema, también constituyen una mercancía, aunque ya no sólo como fuerza de trabajo viva y creadora, ultra precarizada. Sino también como muerte y su negocio. Disponiendo el Estado ya no sólo sobre las vidas, sino, y sobre todo, sobre las muertes y sus formas. La violencia institucional no es mera violencia aislada, díscola, extraña a su institución rectora. Es el estado soltando rítmicamente el filo del cuchillo sobre cuellos rebeldes.

El vaciado no es la traducción de la ausencia del Estado sino es el Estado mismo; es su presencia asfixiante.

Vacías las escuelas y las universidades, llenos los especuladores del negocio de la educación; vacías las mesas de los despedidos, llenas las de los que descargan la crisis sobre los trabajadores; vacías las panzas de las geografías del cartón, llenos los acopiadores de granos en las geografías de oro verde; vacías las esperanzas del barrio del soldadito apuntado por su fierro ajeno, llenos los barrios cerrados de los narcos.

Nos vacían desde el centro de los márgenes. Vacían los vivos y vacíos los muertos, enlutando la belleza y el cielo de cualquier metáfora.

Muertes cotidianas que los ríos de tinta derramados día a día no llegan ni siquiera a susurrar. Muertes que, invisibles, van cargando los harapos donde se enredan las piedras y la bronca. Caminando van los huérfanos de justicia, revolviendo los bolsillos, encontrando que el vacío se irá llenando de esa bronca que crece de espaldas al mundo.

Es otoño y el gris del frío le disputa el protagonismo al amarillo de las hojas muertas que se demoran en el piso. Llueve la lluvia su melodía de chapa y arrabal. Adentro un silencio llena el pequeño espacio del rancho que se percibe más grande esta vez. El canto del coyuyo anuncia las sombras del ocaso y la bronca se gesta esa noche en nuevos vientres que no olvidan ni perdonan.

Ilustraciones: Oswaldo Guayasamin

Edición: 3169


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