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Por Carlos del Frade
(APE).- Se mueven por todas partes. Resulta casi imposibles detenerlos. Pero hay que cumplir con el deber. Es que el mandato es imperativo: hay que meterles miedo. No puede ser que no aprendan. Para eso están los guardianes del orden. El orden que se sostiene gracias a que ellos, los chicos, los que son casi imposible de detener, vivan cada vez peor.
No importan las evidencias. ¿Qué mejor evidencia que ese deambular sin sentido, como si fueran siempre jugando por la vida?
Hay que detenerlos, hay que meterles miedo. Porque el orden custodiado por sus expertos debe ser defendido multiplicando el temor entre los más chicos.
Meterles miedo es meterles a fuerza de plomo los valores del orden. Para que aprendan. Para que sepan que eso de jugar solamente estará reservado a ciertas criaturas y hasta determinado punto. Basta de sensiblerías.
El orden impone y sus guardianes ejecutan.
Así es en todo el planeta, en cada punto de su geografía.
No importa la pequeñez, sino el delito potencial que anida en cada cuerpo, en cada niño impredecible. Eso es lo que hay que abortar: lo impredecible de la historia. Por eso hay que meterles miedo, meterles plomo, meterles en sus cuerpos las enseñanzas del orden.
La vida no es un juego. Porque siempre ganan los mismos. Y ellos, los vencedores, son los que machacan la enseñanza de los valores del sistema. Por eso sus sirvientes, los guardianes del orden que desprecia al juego, deben hacer sentir el peso de esas reglas inmodificables. En especial contra los chicos, contra la encarnación viva de lo imprevisible en plena realidad.
Eso es lo que suelen reflejar las noticias.
Como lo que sucedió en la hermosa Villa María, en la provincia de Córdoba, célebre territorio de reformas universitarias, estallidos sociales y orgullosa autonomía política.
Un pibe de once años andaba sin rumbo definido. Como suele ser la travesía cotidiana de los chicos de esa edad. Impredecible, indefinible, libre. Libre. Peligrosamente libre.
Junto a otras dos personas estaba en el interior del depósito judicial del departamento San Martín, en el barrio Las Acacias.
Así lo vio el agente del orden, el guardián de los valores del sistema. Uno de tantos.
El suboficial de La Cordobesa se acercó “con fines de producir la identificación de los mismos y fue en esas circunstancias en las que uno de ellos cae presentando una herida de arma de fuego”, dice el texto oficial de la fuerza del orden mediterráneo.
El suboficial iba a producir la identificación. Tenía que definir quién era ese peligroso sujeto, tan chico como anónimo y de movimientos alegres, indescifrables. De movimientos libres, de tanta libertad que daba miedo.
El policía lo logró. Lo identificó: era un pibe de los miles, de los anónimos. Entonces, procedió. Disparó y después preguntó.
La madre del pibe dijo otra cosa: “Mi hijo estaba unos diez o quince metros afuera” del lugar. Agregó que “el policía lo arrastró adentro para cubrirse”. La mamá quiere llevar el caso a la justicia para que “no vuelva a pasar algo así, por el sólo hecho de que alguien vaya a buscar un caballo o porque ande afuera”.
Al pibe de once años lo llevaron al Hospital Regional “Pasteur” y allí se supo que el plomo le había fracturado la tibia.
Dicen las noticias que se secuestró el arma, que el policía fue trasladado a la comisaría de distrito y que ahora está detenido en la fiscalía de turno número uno.
La investigación la llevará adelante el llamado “tribunal de conducta policial”. ¿Qué dirá semejante cónclave de humanistas? ¿Qué tipo de “conducta” será la que impondrán los doctores de semejante tribunal? ¿Serán valores y pautas muy diferentes a los aplicados por el agente del orden?
El pibe de once años sabe ahora que está marcado por el plomo de los guardianes del orden impuesto por unos pocos.
Ya está marcado.
El guardián del orden, mientras tanto, será juzgado por sus pares y seguirá en funciones. Porque, después de todo, no hizo más que cumplir con su deber.
Fuentes de datos: Diarios La Voz del Interior - Córdoba 19-04-06 y La Nueva Provincia - Bahía Blanca 20-04-06
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