Derecho de policía

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Por Claudia Rafael

  (APe).- El espíritu del poder punitivo del Estado suele apelar a un abanico de prácticas sistémicas en variación de colores: asciende a un policía platense que mató de siete disparos a dos jóvenes; picanea a adolescentes; satura territorios cordobeses con razzias sin fin; copa las villas del conurbano y se pone al frente de ciertos entramados de corrupción y tráficos; castiga y tortura a jóvenes wichis formoseños en una comisaría o simplemente coopta o busca cooptar para el engorde del bolsillo de la gorra.

 Todavía hoy lo llaman Caballo loco. Aquella vez, casi una década atrás, miró detenidamente al osado adolescente y con la soltura que sólo viene de la mano de la impunidad, le dijo que “en ese tiempo (desde el 76 hasta retomado el régimen constitucional) yo era el jefe de la comisaría de Sierras Bayas. Respetábamos mucho a la juventud. Y hasta la corregíamos. Eramos un poco los padres de muchos. Ahora aparecen unos cuantos como víctimas, pero…”. Caballo loco es investigado todavía hoy como parte de los engranajes del sistema represivo del terrorismo de Estado. Formaba parte –en tiempos en que las fuerzas armadas y policiales eran la suma del poder público- de ese brazo, hijo de la Ilustración y del Estado moderno, como solía definir Michel Foucault.

Esa práctica correctiva argumentada con la sabiduría de un oscuro hombre del terror -que no gustaba precisamente de flojos escritorios- es la que eternamente practican, con uniformes de distinta confección pero igual espíritu, otros engranajes del Estado. El diario catamarqueño El Ancasti tituló por estos días “Elementos de tortura: desde hace tres meses hay denuncias”. Se trata de “picanas eléctricas” usadas sobre adolescentes, varones y mujeres: a la salida de boliches, en las calles, en puestos artesanales. “El caso de las madres artesanas fue sin dudas el que más indignó. Ambas, además de haber sido detenidas de manera arbitraria mientras trabajaban sobre Peatonal Rivadavia y llevadas hasta la comisaría Primera, en ese lugar, a una de ellas, quien tiene una criatura de un año y meses y aún le da de mamar, la torturaron con la picana colocándosela en los pechos y también en la vagina”, publica el diario.

Dos o tres días después, Marcos Denett, secretario de Seguridad de la provincia aclaró que “queremos mudar el concepto de policía brava a una policía inteligente y el concepto de policía inteligente no es incompetente con el uso de la fuerza porque evidentemente habrá uso de la fuerza que le otorga el Estado para devolver la paz y seguridad a la sociedad. Si es un uso racional está todo perfecto, pero esto de ningún modo habilita al uso abusivo de la fuerza. Pido que sean efectivos pero prudentes”. Prudencia: el que ve por adelantado, según la etimología latina. ¿Acaso será visualizar por adelantado las consecuencias públicas, lo que haría perder efectividad?

A unos 1200 kilómetros de distancia, en la capital de la provincia más poblada y con una de las más bravas policías del país, el ministro de Seguridad, Alejandro Granados (el mismo que apeló a la metáfora del cucurucho de helado para explicar el combate al delito) firmó en abril el ascenso de Cristian Duarte, un policía del grupo Halcón, imputado de doble homicidio en ocasión de robo por haber disparado siete veces, en febrero del año pasado, contra Ismael “Beiby” Perussatto, de 20 años y contra Mauricio Andrada, de 17. Beiby murió en ese mismo instante y Mauricio sostuvo un hilo de vida durante 33 días más hasta el 17 de marzo. ¿La excusa? Un “arrebato” que judicialmente no se logró probar pero que justificó los siete disparos de un policía que “reúne las condiciones de idoneidad necesarias y los demás requisitos requeridos para su promoción”. Y que, además, se destaca “por el compromiso en el ejercicio de sus funciones”.

Hay una suerte de derecho de policía que se encarna, a través de prácticas sistémicas, reglamentos, premios y un amplio abanico de herramientas en una ideología concebida para salvaguardar a sectores de poder, por un lado, y a sectores sociales que claman por una conservación del derecho consagrado por pertenencia socioeconómica. Recorrer una vez más los vericuetos del horror que derivaron en el crimen de Luciano Arruga permite entender cabalmente esa mecánica: creación de un destacamento policial tras un reclamo de seguridad vecinal; persecución sistemática de jóvenes que trataban de ser captados para robar para la gorra; negativa de Luciano a pertenecer a esa red a pesar del amplio ofrecimiento de beneficios, seguidilla de detenciones y consecuente desaparición; hallazgo –cinco años después- de sus restos, enterrados como NN tras un supuesto accidente en la General Paz con un patrullero, oculto en la oscuridad de la noche; comprobación judicial con un fallo condenatorio de las torturas que el chico de Lomas del Mirador (La Matanza) había recibido dentro de una comisaría.

Ese poder policial –escribió la antropóloga Sofía Tiscornia- se entrelaza con las típicas matanzas administrativas paridas durante el imperialismo colonial. En esa perspectiva nacía el anteproyecto del código contravencional de finales del siglo XIX concebido como “civilizatorio, disciplinante y coercitivo, desplegaba (un tanto caóticamente) una serie de figuras –que incluían tanto conductas como tipos de personas– cuya presencia en la vida cotidiana de la ciudad debía ser encauzada, reprimida, corregida”. Es una suerte de estado de excepción creado para los indómitos insurgentes de los márgenes. No importan ahí los estados de conciencia en que se encuentren o no embanderados. Esos indómitos insurgentes rompen una vidriera, contrarían el espíritu de gachas cabezas, caminan en un sentido opuesto (como el personaje de Brad Davis en la cárcel turca de Expreso de medianoche), permanecen ninguneados en la sistematicidad de una esquina, gritan contra el orden establecido, roban un estéreo, huyen ante el alarido de “deténgase”; portan un rostro y un color ajeno al estereotipo de lo aceptable, se aman desnudamente en un parque, salen tarde del boliche catamarqueño, etcétera, etcétera, etcétera.

“Ya no se puede vivir; no se puede ni salir a jugar al fútbol, porque viene la Policía y te sacan al vuelo, con tiros; y hablamos por todos, no sólo por algunos. No creemos que cuando uno sale a jugar al fútbol salga a cometer delitos”, denunciaron los vecinos del barrio cordobés Yapeyú sobre las razzias que se sistematizaron desde 2014 y que concluyeron días atrás en un hábeas corpus colectivo que finalmente fue aceptado por la justicia y que abarca a los barrios Argüello, Autódromo, Sol Naciente, San Roque, Villa Urquiza, Villa El Libertador, Müller, Villa el Nylon, San Vicente, Bajo Pueyrredón, Marqués Anexo y Yapeyú. Un hábeas corpus que desnuda los operativos de “saturación territorial” que “sitian los barrios” de la ciudad de Córdoba y “detienen, en la mayoría de los casos, sin orden judicial a vecinos de sectores vulnerables”.

El espíritu de ese poder del Estado punitivo hoy asciende al policía platense que mató de siete disparos a dos jóvenes; picanea a adolescentes a la salida del boliche en Catamarca; satura territorios cordobeses y detiene a decenas de vecinos de las barriadas más pobres; copa las villas del conurbano y se pone al frente de ciertos entramados de corrupción y tráficos; castiga y tortura a jóvenes wichis formoseños en una comisaría o simplemente coopta o busca cooptar para el engorde del bolsillo de la gorra. Como decía Caballo loco: “Respetábamos mucho a la juventud. Y hasta la corregíamos. Eramos un poco los padres de muchos”.

Edición:  2938


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