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Por Claudia Rafael
(APe).- La crueldad constituye en alto grado la gran alegría festiva de la humanidad más antigua. Sin crueldad no hay fiesta, escribía Nietzche en La genealogía de la moral. Esa crueldad festiva es el sello que un grupo de jóvenes le asestó en el cuerpo a Guillermo Soto. Definen los diarios rosarinos que Soto era indigente. Que vivía en la calle y se tapaba con cartones.
Se llamaba Soto como Antonio Soto Canalejo, “el Gallego”, el anarcosindicalista que lideró las huelgas rurales en la Patagonia de los años 20. Aquel que tuvo el rostro y la voz de Luis Brandoni en la película de Olivera. Aunque Guillermo Soto no era anarquista ni tenía pretensiones sindicales. Jamás hubiera podido gritar en la estancia santacruceña La Anita que yo no soy carne para tirar a los perros, no me rindo, como sí hizo “el Gallego” un 20 de diciembre, el de 1921.
A sus 60, Guillermo Soto sólo se sabía arrinconar en el pasaje 512 al 6400 del barrio Las Flores de Rosario. Y aquella noche dormía cobijado por sus cartones, algún trozo de tela harapienta, tal vez un par de páginas de diarios que ya no servían para envolver más que miserias y dolor.
Cuentan las crónicas periodísticas que lo prendieron fuego un día cualquiera de alcohol y drogas a las 4 de la mañana. Que le quemaron el cuerpo en un 70 por ciento. Que murió un par de días después. Y ese hueco que era suyo por la prepotencia del cartón, quedó seguramente oscuro y manchado para siempre. Aunque el para siempre en los márgenes pueda durar apenas dos días, una semana, alguna quincena. No mucho más. Seguramente después le desteñirán la oscuridad otras angustias. Los pesos de otras historias tan crueles como las de Soto.
Ver sufrir produce bienestar, decía Nietzche. Mientras que Freud, jugando sobre el concepto de la culpa, también hablaba de la inclinación innata del ser humano al mal, a la agresión, a la destrucción y, con ellas, también a la crueldad.
Guillermo Soto fue el Isidoro Vidal del Diario de la Guerra del cerdo, de Bioy Casares. Fue el viejo que ya no debe existir, simplemente porque genera odio, repugnancia. Porque merece la muerte y el fuego todo lo sana, pensó el grupo de rosarinos que arremetió contra Soto, que no era anarquista, que ya ni siquiera era. Los chicos matan por odio contra el viejo que van a ser, escribió Bioy. Y que todo viejo es el futuro de algún joven. ¡De ellos mismos, tal vez! … matar a un viejo equivale a suicidarse.
Soto fue para los incendiarios la gran alegría festiva de la condición humana. El cuerpo sobre el que había que depositar la rabia y el desgarro del no futuro.
Como no hay luz del otro lado del tunel, había que encender todas las mechas necesarias para mitigar el dolor y por eso quizás prendieron fuego a Soto y lo asesinaron. Tal vez danzaron un baile de perversidad a su alrededor. A lo mejor rieron. Vieron en ese acto supremo de la crueldad de la condición humana el momento sublime en el que apagaron un futuro temible. Un futuro que los expulsó hace demasiado tiempo, exiliándoles la ternura de un zarpazo.
Soto murió carcomido por las llamas. Pero hay además, otra perspectiva de enorme angustia para la condición humana: lo cruel suele aparecer oculto bajo un manto de naturalización. No hay una humanidad que llore a Guillermo Soto.
Edición: 2908
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