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Por Silvana Melo
(APe).- “Soñábamos con ser grandes artistas”. Vanina y Maximiliano tenían 24 y 21 años y hablaban de la vida con lenguaje diverso. Ella escribía y él les ponía color a las cosas. Cuatro trazos y volaba una mariposa. Azul y verde y naranja y los pibes del comedor entendían que había otras alternativas al gris sostenido del desamparo. Tenían un proyecto juntos, de arte y de vida. Crecidos bajo la palabra de un cristo humano que prefería a los pobres y a los desarrapados, ellos lo buscaban entre los chicos que se apilaban alrededor de las ollas. Descarte de ese país de milenio naciente, reducido a la orgía y la obscenidad de unos pocos.
No los empujaba la militancia política. Andaban tras la búsqueda de un sueño de resurrección en las ruinas del país arrasado. “El me acompañaba. Me seguía en lo que yo hacía”. Vanina Kosteki habla con la presencia de Maxi en cada bandera, en cada amanecer, en cada regreso a casa, en cada cuenta exigida a la Justicia, cada día.
Los conoció en el tren que lo recibía en Glew y lo bajaba en la estación Lanús todas las tardes. Tenían su edad y sostenían un comedor en el MTD Aníbal Verón. Les ofreció sus manos para dibujar y enseñar a dibujar. Abrió la mochila ya casi adherida a su piel, angelado en el vuelo que se proponía. Y les mostró crayones, papeles y colores. El comedor lo recibió como un nido de pájaros. Y él puso sus alas sobre la mesa.
“EL 26 de junio fue su primera y única movilización”, recuerda Vanina. En Maxi había despertado ese militante “que todos llevamos adentro” y que en ella apareció con la fuerza del dolor y de la conciencia a la hora de salir a perseguir la justicia para que mire un poco para la esquina olvidada de los justos.
“Nosotros nos criamos en un ambiente religioso y nuestra militancia estaba enmarcada en esos ámbitos religiosos”. Todo los llevó, más temprano que tarde, a pararse del lado de los débiles. Aunque, en esos tiempos, “sin una formación política muy clara”.
Maxi y Darío Santillán nunca cruzaron palabra. Sólo habrá sentido, Maxi, el calor de la mano de Darío sobre su espalda cuando la sangre era río en la Estación Avellaneda. Sólo habrá alcanzado a sentir la presencia hincada que paraba las balas a su alrededor y levantaba la mano para frenar a la muerte. Sólo se sintieron en el momento atroz de lo definitivo, cuando las armas de la bonaerense vomitaban plomo y a la utopía, piernas arriba por la risa de los asesinos, se le iba la sangre en las alcantarillas de Pavón.
Los Kosteki y los Santillán empezaron a saberse después de que la tragedia les atravesó el alma. Después de que Maxi y Darío volvieron a parirlos. “Hemos hablado con Alberto –dice Vanina- de que hemos compartido los mismos lugares en los peores momentos”. Y recuerda cuando todos vivían en Don Orione y las infancias de Darío y Maxi se habrán cruzado en una plaza de juegos despintados pero sin compartir pan con miel y café con leche. La misma vida que marca rumbos comunes sin lógica aparente los impulsó al Puente Pueyrredón ese día fatal en el que seguían sin conocerse. Y los selló hermanos la pasión y la sangre. “En el 2003 mi mamá se operó en el mismo hospital donde Alberto (Santillán, padre de Darío) es enfermero. Nos cruzamos un día y estuvo con nosotros hasta que ella murió”.
Vanina no pudo volver a escribir desde la ausencia de Maxi. Aquel sueño de ser grandes artistas se partió en dos y ya dejó de tener sentido. Le faltarían a sus palabras los cuatro trazos y la mariposa en vuelo. Los colores que Maxi les puso a las cosas. El viento que le lleva la vida sopla desde entonces con dirección a la Justicia. “Maxi está conmigo en todos lados, cada cosa que hago la hago pensando en él. Pensando en el camino de lucha social que llevo y que sería el suyo. Es imposible otra cosa cuando los asesinos están en libertad o en camino de estarlo. Cuando el aparato político que determinó su muerte está vigente. Cuando Genoud, que era el ministro de Justicia y Seguridad hoy es miembro de la Corte Suprema, cuando el juez Lijo archivó la causa de las responsabilidades políticas y evitó que se siguiera investigando”
Vanina se enteró de la muerte de Maxi “por la tele”. La llamó a su madre y le preguntó si sabía dónde estaba su hermano. “Me dijo que había salido con la mochilita y habría ido al comedor. Entonces le tuve que decir que estaba muerto. Que lo habían asesinado”.
De aquella militancia ingenua y fresca en agrupaciones cristianas poco le quedó a Vanina Kosteki. Hoy su espacio de lucha está en el Polo Obrero, donde encuentra voces compañeras en su búsqueda de una vida nueva, de un mundo donde estén todos. “La Iglesia no es lo que nos pintaron y enseñaron de chicos. Se ocupa de algunas cosas a su manera. No va a salir a una marcha con nosotros los 26 de junio para condenar a los responsables políticos. Los va a defender”.
“Aquello que fuimos, monaguillos, integrantes del coro de la iglesia, quedó en un plano muy secundario. Los amigos de la iglesia desaparecieron en estos diez años y nos dejaron totalmente solos”.
Ahora sabe que no lo están. Ese símbolo desgarrador, ese parto de la esperanza que es la imagen de Darío hincado ante la agonía de Maxi, con la mano alzada frenando a la muerte y al plomo de los monstruos azules es la clave. “Así como Darío se quedó con Maxi ahora estamos todos juntos, emprendiendo un camino. No sólo por ellos dos sino por Mariano Ferreyra, por Fuentealba, por los catorce asesinados de estos diez años”.
Por ellos “no vamos a negociar nunca con nadie. No nos van a comprar. Ha sido y es un camino largo, duro y bastante pesado. Pero es el que Darío y Maxi habían emprendido: la construcción de un país que sea para todos”.
Un país que se alzará bloque a bloque con las manos de Darío. Con los colores urgentes de los pinceles de Maxi. Construido con esa nueva humanidad por la que la sangre de los dos sigue corriendo por las orillas desenfrenadas de Pavón.
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