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Por Silvana Melo
(APe).- A veces le ataca la lumbalgia al país. Que en realidad es tantos países que los dolores se esparcen y algunos están destinados a doler más. Más que otros que por persistencia se cronifican. Y terminan siendo un dolor acostumbrado, ése que ya no se siente de familiarizado que está. De vez en cuando a los niños flaquitos y debiluchos del Chaco, de Salta, de Misiones, de Formosa les ataca un espasmo de muerte pública. Se mueren de desnutrición, como cotidianamente, pero hay un día, cada año, cada dos o tres años, que se dispara una foto. Entonces el escándalo: en 2002 Barbarita en Tucumán, en 2007 Rosa Molina, qom chaqueña, en 2010 los niños de Misiones, en 2011 los wichis de Salta, en 2015 Néstor Femenía en Chaco y una cadena de abandono donde los eslabones muertos no llegaron a los cinco años, en Salta.
Pero los niños de pueblos originarios y los niños criollos de las periferias de la patria, ahí donde las fronteras delimitan nacionalidades pero se diluyen en la condena, agonizan de hambre y deshidratación y anemia todos los días. Y se van muriendo despacito, como la gota de agua que se va volviendo río a fuerza de pertinacia.
En las caderas del país hoy se solemniza un dolor. Un dolor con calambres institucionales, un dolor que estalla en la superficie y se eleva como un hongo atómico. Y todas las cámaras lo apuntan para que nadie deje de sentir ese dolor.
A pocas cuadras se mueren de a poquito los qom. Con su cosmogonía circular, vuelven a la 9 de Julio después de casi cuatro años. Cuando los habían apaleado y asesinado en la ruta 86, donde intentaban hacerse visibles. Ellos, arrumbados en los confines de un país lleno de dolores, tan lleno que los pierde de vista. Es que están tan lejos que desde Buenos Aires no se ven. Por eso vuelven al infierno de la 9 de Julio. Donde los autos, esas fieras que rugen igual de noche que de día no los dejan dormir. Ni pensar. Ni elevar sus plegarias. Ni vivir.
Tan chiquitos son, tan frágiles, que se mueren como un suspiro. Y ni siquiera los cuentan. Es que “el ministerio de Salud no es un obituario para publicar los muertos”, según la ex secretaria de Nutrición de Salta. Y si los cuentan, apilan certificados de defunción que dicen: “enfermedad”, “paro cardiorrespiratorio”, “broncoaspiración”. Pero en realidad se murieron de no comer, de comer apenas, de tomar agua mala, se murieron de desatinos, de soledad, de incompresión. Por culpa de los chamanes y de su carga cultural atávica, dicen los funcionarios.
Se cree que hay más de 2.000 chicos con desnutrición en Salta. Que pueden ir muriendo despacito, sin ruidos, para que nadie lo note. Que no suceda como con Marcos Solís, Liliana Sarmiento, Alan Villena, Sabina Gisela Jurado y Martín Delgado que murieron con nombre y apellido.
En el área del Hospital de Tartagal son 150 los niños en “riesgo nutricional”. Nueve están en estado crítico. Puede ser que alguno haya muerto. Es difícil saberlo. Los indocumentados no existen. No reciben asignación por hijo. Son respirantes colaterales. Y, por lo tanto, tampoco mueren.
Los que sobreviven en el Hospital, dicen los médicos, a veces vuelven a sus casas. Donde “no tienen cloacas, tienen letrinas sin tratamiento y a cielo abierto, conviven con animales enfermos, no reciben la tarjeta social de 190 pesos, no pueden salir por las lluvias, las mamás tienen que pagar 400 pesos para el traslado a Tartagal”.
Pichanal está en un cruce de rutas. La caña y la soja arrasaron los cítricos y los aba guaraní se quedaron afuera. Vinieron de otros pueblos, saltaron por esas fronteras que no son, y levantaron sus casitas de chapa alrededor. Y los niños comenzaron a tener hambre en una tierra donde crece el pan.
Samuel Jaimez era del Pozo El Bravo y murió de diarrea, de deshidratación, de mala vida.
Mauricio Lucas llegó al Hospital de Santa Victoria Este a las 16 y murió a las 21,30 del 10 de febrero. No tenía documentos. Su madre y su hermano tampoco. Era wichi y vivía a 40 kilómetros de uno de los pueblos más pobres del país. Pero en el que se hablan cinco lenguas. Viven y sobreviven los que hablan una sola. El resto va desapareciendo de incomprensión y hambre.
Los niños wichis que logran crecer en el Chaco pasan por la escuela y se transforman en analfabetos plenos o funcionales. Lo experimentó un maestro de El Pintado, en pleno Impenetrable, con sus alumnos que, en cuarto grado no habían logrado la alfabetización mínima (Alumnos indígenas que son analfabetos plenos en escuelas del Impenetrable, Centro Nelson Mandela).
Los tobas, wichi y mocoví del Chaco se van apagando de a poco, como un candil que se consume. Los qom necesitan de la 9 de Julio para que su dolor sea visible. En 2007 el entonces defensor del pueblo, Eduardo Mondino, demandó al estado chaqueño por el exterminio y reclamó una cautelar urgente a la Corte.
Ocho años después se siguen muriendo de a poco, callados, con los huesos lastimándoles la piel. Sin sus tierras, sin posibilidad de cazar, pescar, buscar su alimento y producir sus medicinas. Sin demanda ni cautelar.
Cuando le ataca la lumbalgia al país se dobla en su cintura. Esa que da al centro, al Congreso, a la Plaza de Mayo. Donde llevan el dolor los que pueden. Donde se siente la puntada en las instituciones.
Pero no llega la agonía de los otros. Aquellos a quienes las instituciones ignoran, olvidan o desdeñan.
Edición: 2865
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