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Por Silvana Melo
(APe).- Aquí no se va a exhibir su foto. Un llanto de siete años con la piel pegada a las costillas anunciando la tuberculosis. Ni se va a banalizar la muerte de un niño con la perversa vulgaridad del mercado de pulgas televisivo. Ni se va a caer en el golpe bajo de calcular que Néstor Femenía murió justo el día en que llegaban los reyes magos. Porque Néstor Femenía vivió sus poquitos años bien lejos de la monarquía mítica. Y mucho más, de la magia.
Néstor es otro niño más (es un pibe menos), tan anónimo como tantos niños que caen bajo el veneno sistémico, un Proteo que hoy se viste de paco devastador, mañana de gatillo fácil, todos los días de hambre, desnutrición, tuberculosis. Y una partida de defunción que legaliza una falacia, una mentira atroz: Néstor murió de “enfermedad”. Cuando en realidad Néstor fue víctima de una muerte provocada por abandono y desidia. Murió de hambre y tuberculosis. Murió asesinado por las esquirlas de una pata asistencial del Estado.
Con una familia estragada por la historia, mutilada culturalmente, despojada de sus bienes colectivos, desterrada y confinada en los patios traseros de Villa Río Bermejito. Donde el intendente Lorenzo Heffner ha sido denunciado por racismo. Donde hace dos años mataron a golpes a Imer Flores, de doce años. A golpes o a hambre. O a tuberculosis. Así se mata en el Chaco. Así mueren los niños qom.
La familia –Claudio y Rosana- mantienen una vida nómade por pura necesidad. Corridos por la extensión de la frontera agrícola, la patria sojera y el agronegocio, sostienen una vida azarosa con una bolsa alimentaria de vez en cuando y la prisión clientelar del poder político. Que les confisca los documentos cuando es necesario y los devuelve al monte y al pantano cuando ya dejaron de servir. Que no les entiende la lengua, que les habla en gringo en los hospitales, que les habla en blanco en las oficinas de Desarrollo Social. Y los dejan esperando horas en las salas de desespera. Por eso tantas veces recurren al chamán, que por lo menos es propio y conoce. No hay mucha duda ante aquello que es ajeno y desprecia. Por eso se llevaron al niño varias veces de los hospitales. Por eso los culpan hoy de su muerte. Los medios canallas y los médicos cómplices y las máscaras políticas del estado.
En setiembre Néstor cayó en el hospital de Bermejito, con una tuberculosis desatada. Cayó en las telarañas sistémicas que debían salvar la vida de un niño pero la trampa está preparada para que los originarios, los pobres, los desgraciados sean descontados de la vida. El Centro Nelson Mandela habla de “el extermino continuo, sistemático y silencioso que el Defensor del Pueblo de la Nación afirmó que se producía en El Impenetrable en el año 2007, cuando inició un juicio ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación contra los gobiernos de Argentina y de Chaco por violación de los Tratados Internacionales de Derechos Humanos, vigentes en la Argentina desde el año 2004”.
Un enfermero de origen qom tomó una foto de Néstor que se viralizó en las redes sociales. Entonces sí lo derivaron al hospital Güemes de Castelli: el niño existía porque aparecía en los portales y en los diarios regionales. Hasta ese momento era apenas un despojo de una vieja historia que insistía en sobrevivir. En setiembre comenzaba a ser un niño, moreno, frágil, con la piel pegada a las costillas y el llanto en los ojos y en la boca. Cobró entidad. Y los responsables de la salud resolvieron castigar a quien tomó la foto para quitarse de encima el peso de esa imagen.
Pero era tarde. Su familia siguió huyendo del monstruo sanitario que acorralaba y no sanaba. Sin embargo, los informes de hospital a hospital aseguraban que existía un tratamiento anti-tuberculosis seguido a pie juntillas. Una falacia asociable al certificado de defunción que nunca hablará de desnutrición, hambre, tuberculosis y neumonía. La obediencia debida de los profesionales entrampados en una trama perversa. Anestesiados para rebelarse. Insensibilizados para ensayar un no.
Hace una docena de años fue Barbarita, la nena tucumana. Hace siete años fue Rosa Molina, 56 años, 30 kilos, en el Chaco. Hace dos, Fabricio Vallejo, 6 años, Tucumán. Tres imágenes aleatorias que los medios suelen elegir como historias individuales e icónicas. Imágenes flaquísimas, de huesos visibles, con dentaduras ausentadas. Golpes bajos para que televidentes y consumidores varios se rasguen las vestiduras y derramen la lágrima compasiva del día.
Sin una transformación profunda, seguirán muriéndose de “enfermedad” o de “paro cardiorrespiratorio” como en 2005 en el Chaco de Roy Nikisch, como en 2011 en la Salta de Urtubey, como en 2009 en el Chaco de Capitanich, como en 2010 en la Misiones de Clos, como durante toda la historia en las colonias wichi, toba, qom, del norte argentino, exterminadas por masacres directas (Napalpí, El zapallar) o sutiles como la desnutrición (“cuestiones culturales”). Arrasadas para el despojo de la tierra por las balas de la gendarmería y/o de las policías provinciales. Tierra que les pertenece, que guarda los espíritus en las alas de las mariposas y en la panza de la pacha, de donde brota la vida como las semillas.
Que quede claro: Néstor no murió de enfermedad. Su muerte fue provocada. Porque era evitable y no se evitó. Porque tuvo una vida y se la arrancaron diariamente. Por niño, por pobre, por qom, por desterrado, por condenado desde el origen. “Un niño que muere de hambre muere asesinado”, dice Alberto Morlachetti. Cada niño “es una piecita del gran rompecabezas de la condición humana”. Cada niño que muere deja un espacio ausente. Y nada volverá a ser igual. Sin Néstor, sin Ezequiel, sin José Rivero, sin Nicolás Arévalo. Sin Leila ni Joan. La vida queda renga. La humanidad mutilada.
Y los monstruos de la historia, los cotidianos, los que se cubren con el manto de los corderos y de los piadosos, vuelven a ganar la partida.
Hasta quién sabe cuándo.
Edición: 2843
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