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Por Oscar Taffetani
(APE).- Más de diez mil personas -reportaron los diarios- llegadas desde distintos puntos del globo, se congregaron el último fin de semana a orillas del Lago Argentino, provincia de Santa Cruz, República Argentina, para ver el inolvidable espectáculo de la ruptura de una pared de hielo de 60 metros de altura.
Cámaras de los canales de televisión y multitud de turistas se apostaron desde el viernes 10 de marzo, esperando el gran acontecimiento.
Pero la pared, para tristeza de los fotógrafos, se rompió a las 23 horas del lunes 13, con el estrépito acostumbrado y causando la marejada acostumbrada, sobre las heladas y oscuras aguas del lago.
En ese mismo momento, a cuatro mil kilómetros de allí, en uno de los tres barrios aborígenes de Castelli, comenzó a salir agua de una canilla comunitaria, alegrando a los niños que montaban guardia desde la tarde.
Los chicos de Castelli evitaron así, por el milagro de la canilla, tener que hacer una caminata de 17 kilómetros hasta la represa, segunda y última fuente de agua potable para los barrios aborígenes de Castelli, provincia del Chaco, República Argentina.
Es impensable que seres humanos que están parados sobre la corteza del Acuífero Guaraní, la tercera reserva de agua potable del mundo, con 1.200.000 kilómetros cuadrados de extensión, tengan problemas para conseguir agua. Pero ocurre.
(Muchas de las cosas que pasan son impensables. Y sin embargo, ocurren).
Una reserva moral
Si existe un continente lingüístico en Sudamérica, ése es el tupí-guaraní.
En la misma península de Florida, actual territorio de los Estados Unidos, se observan topónimos como Ticonderoga, de origen guaraní. Guantánamo es palabra guaraní, lo mismo que Caracas, lo mismo que Paraná, Sarandi, Tuyú y Ajó...
“Agua” se dice en guaraní con una partícula minúscula, colocada al final o al comienzo de los vocablos: la y (equivalente a una í acentuada). Y una á significa “lugar”.
Pensemos en los topónimos guaraníes de las tres provincias litoraleñas argentinas. Sumemos los del Uruguay y el Paraguay. Y los de Brasil.
Grande o chica, ruidosa o mansa, del color de la tierra o del cielo, reflejando la luna, trasparente como la mirada de un niño, dulce como leche de madre, allí está el agua, la que nos ha dado los dientes, la que nos moja la lengua, como lo supo escribir Guillén.
En el Corán, biblia de los pueblos árabes, no están nombrados los camellos.
Eran tan cotidianos, en aquel mundo de agua escasa y arenas ardientes, que no hacía falta nombrarlos.
Con el agua, en el vasto continente tupí-guaraní, pasa lo mismo: está por todas partes.
El Acuífero Guaraní es un enorme reservóreo de agua, más importante, para la humanidad, que los glaciares patagónicos, que los hielos continentales y la blanca inmensidad del Continente Blanco.
Por encima del Acuífero Guaraní, existe un continente linguístico y cultural, una trama de vidas y de sueños anterior a las repúblicas, anterior a los tratados de límites.
El agua -lo diremos una vez más- no es nunca el agua sola, glacial y pura, congelada para la postal de un mundo frívolo y suicida.
El agua es el agua y su circunstancia.
Es el milagro de la canilla que comienza a surtir belleza poco antes de la medianoche, en un humilde barrio de Castelli, Chaco, República Argentina, a cuatro mil kilómetros del imponente glaciar Perito Moreno.
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