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Por Claudia Rafael
(APe).- La luna se dibujaba en el cuerpo de Miriam Elizabet Vega, pura mujer, taller de humanidad naciente. Como una tenue colina había ido cobijando los ríos de semillas multiplicadas que en breve verían la luz, asomando a un planeta de trigales y sembradíos arcoiris. Una ronda de siete niños esperaban a ese fruto germinal como una fiesta porvenir. Y había que aprender los sonidos dulces de un arroró que sólo a ese nuevo latido pertenecería.
Miriam Elizabeth Vega amaba a cada uno de sus retoños. Ellos correteaban entre los pasillos polvorientos de la barriada, en esa casita del pobrerío de Lules, ahí nomás, cerquita de San Miguel de Tucumán.
Como tantos, ella y su hombre, Daniel Peñaflor, pertenecían a ese vasto ejército de los desterrados. Que debían enrolarse año tras año en las agotadoras batallas para la cosecha del limón.
Ya no habrá más cosecha para ella ni habrá canto de sol naciente para esa promesa de purrete. Miriam y su niño que no llegó a nacer, murieron en el río Lules, cuando el colectivo de los limoneros cayó de la ruta.
Suele ser así en la vida de los desarrapados. Hay que viajar, correr, sonreir, mostrar brazos ágiles, agachar la cabeza, musitar apenas las palabras para que no tengan sonido de rebeldías feroces y de las otras. Suele ser así también la muerte de tempranas madrugadas que se clavan en el destino y no dan tregua.
En las barriadas de la tierra tucumana hombres y mujeres suelen llenar los tiempos del desempleo en las cosechas del limón. “Vos, vos y vos”, suelen marcar con su dedo los enganchadores a quienes perciben como fuertes y hábiles para la cosecha. Llegan temprano en la mañana con un colectivo o un camión, los hacen subir en una esquina cualquiera y prueban a los cosecheros más veloces y diestros. "Es un trabajo que no dura más de cuatro meses, porque cuando empiezan las heladas se acaba. Además todo depende del tiempo. Si llueve, no se trabaja. Y si no se trabaja, no se cobra”, cuentan a veces.
A medida que las horas pasan, el cuerpo se dobla y la espalda hace sentir sus crujidos que no cesan. Una vez cada tanto, a lo largo de las nueve o diez horas de cosecha hay escasos diez minutos de descanso. Los ojos arden y se nubla la vista. La vida pesa como mochila feroz.
Es así para decenas de miles de limoneros que día tras día viajan en centenares de micros que recorren la provincia de Tucumán llevando cosecheros a las plantaciones. Fue durante los últimos 30 ó 40 años que terminó ubicándose en las grandes estadísticas internacionales de la producción. Hasta concentrar el 30 por ciento del volumen mundial total, seguido recién después por Estados Unidos, según datos de la Asociación Tucumana de Citrus que publica además que “en promedio, el 75% de la producción argentina de jugo concentrado de limón se exporta”.
La precariedad y el temor son reina y señor. Y hay figuras que se elevan a la categoría del control y el disciplinamiento que demandará sumisiones y silencios. “La figura del enganchador remite generalmente a las fases de constitución de mercados de trabajos regionales, donde los elementos propios de la relación salarial aparecen a menudo como una formalidad encubridora de mecanismos coercitivos, prácticas y orientaciones precapitalistas de los actores sociales. En este sentido ella resulta representativa del funcionamiento tradicional de muchos mercados de trabajos en América Latina”, plantea el trabajo “Modalidades de intermediación en los mercados de trabajos rurales”. Cualquier atisbo de rebelión de los cosecheros será observado como peligroso para el sistema y repelido inmediatamente.
Los compañeros de tragedia de Miriam Vega recién ahora empiezan a hablar. Y desnudan complicidades que aceitan y permiten el funcionamiento de ese orden rígido y sometedor. “Yo vi que pagaban coimas en los controles. Por la misma ventanilla, los choferes estiraban la mano, y el milico recibía el dinero. No recuerdo los uniformes; el color podía variar, de verde, azul, de todo”, dijo Peñaflor.
Para los marioneteros, Peñaflor y su Miriam, como las decenas de miles como ellos, sólo son mercancía generadora de esa riqueza que ubicará a Tucumán con el 30 por ciento de la producción mundial de limón. Piezas reemplazables como fichas de recambio en un juego de mesa, comodines fácilmente suplantables por otros. Brazos fuertes y ágiles. Ojos agudos y expertos en reconocer cuál es el momento exacto de ese fruto y de qué modo hacer rendir las horas junto a la planta.
Ni los enganchadores ni los gobernantes de miradas distraídas ni los dueños de fincas sabrán jamás -no podrían- que en medio de la noche cerrada se cuecen esperanzas para las miriam vega de este triangulito de tierra. Que amasan ternuras. Que fermentan rebeliones. Que esconden, aún sin saberlo, en algún lugarcito de su piel ajada un grito desesperado que algún día se escuchará en medio de las tormentas. Y amanecerá diáfano, un día nuevo.
Edición: 2003
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