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Por Miguel A. Semán
(APe).- La noción de dosis y sobredosis sólo se aplica al parecer a las drogas legales, en el caso de las ilegales la muerte se encarga de arrasar todas las palabras y clasificaciones. Facundo Emiliano Velázquez murió a los once años. Para su abuela, que no necesita distinguir entre sustancias lícitas e ilícitas, el chico murió por sobredosis. Lo mismo dicen el resto de las madres de los pañuelos negros.
El gobernador de Tucumán las recibió y dispuso afectar parte de su gabinete a la lucha contra el narcotráfico. Mientras tanto ellas siguen protestando frente a la casa de gobierno.
La muerte de Facundo, en principio atribuida a un paro cardiorrespiratorio, acabará de aclararse con su autopsia, aunque para su abuela y las madres ya todo está demasiado claro. La droga, el hambre y la miseria son los tres asientos de una calesita donde todos sacan la sortija de la muerte.
Un experto determinó que lo tolerable y lo excesivo dependen del tipo de droga y de la edad del consumidor. También hay que tener en cuenta la calidad de vida, la nutrición y otros factores ambientales.
Todo parece indicar que nuestras muertes naturales poco tienen que ver con la naturaleza. Que los tan frecuentes “paros cardiorrespiratorios no traumáticos” cuando explotan en medio de la pobreza y la infancia no sólo son traumáticos sino que huelen a homicidio aunque no haya asesinos a la vista.
¿De qué otra forma puede llamarse la muerte por sobredosis de un chico de once años? ¿Infarto, intoxicación, suicidio, protesta o ganas de arrancarse de todos para siempre? ¿Qué nombre le damos al escepticismo infantil, a la nausea impúber, a la certeza de infelicidad que llega antes de los juegos?
Tal vez los dolores más terribles no tengan nombre porque pasan en la infancia, en ese territorio donde la vida empieza a ser nombrada y en el que precisamente nuestros pibes se quedan para siempre sin palabras.
La abuela de Facundo decidió sumarse a la lucha de las madres de chicos adictos a las drogas. A pesar del dolor, dijo, no quiere que les pase lo mismo a sus otros nietos.
Esta vez fue en Tucumán, en el barrio 11 de febrero de la Villa 9 de Julio, pero la calesita, eje de un parque de diversiones macabro, gira incansable en todas las esquinas y en todas las plazas, al costado de los palcos, entre la chatarra y las carrozas del país bicentenario.
Edición: 1823
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