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Por Claudia Rafael
(APe).- Tajante y feroz suele ser el brazo del sistema ante la rebeldía. Deja huellas en la piel pero sobre todo siembra señales que se multiplican de voz en voz. Que van creciendo entre los territorios húmedos y dolientes de las barriadas. El brazo del poder sabe muy bien dónde golpear para que repique como las campanadas de una catedral. Tiene la habilidad de médicos cirujanos y hace la incisión en el exacto sitio.
Ariel Rodríguez es maestro. Aunque suele hacer malabares entre el guardapolvos blanco y el traje multicolor y brillante de la murga. Es el referente de la Juventud de la CTA en Olavarría y se lo suele ver caminando en las noches, entre pibes con gorrita y morochez en la piel, cuando salen al boliche y los uniformes se preparan para marcar sus fronteras.
Ariel vive en Olavarría y es educador en la escuela 65, en un barrio donde las calles, en medio de la lejanía, tienen nombres de flores. Sale de allí todos los días con el tiempo justo como para llegar a su lugar como preceptor en el Centro de Formación Profesional de la CTA, donde se enseñan oficios.
“A este pendejo lo vamos a hacer mierda”, escuchó que decía la mujer policía mientras tenía contra el asfalto duro y frío al pibe al que acusaban de robar una bicicleta. Ariel se quiso interponer con los argumentos de la democracia y la constitución: “yo soy maestro, vos sos policía. Somos agentes del Estado y tenemos otras formas para trabajar”. Su discurso -de una enorme candidez ante el brazo represor- insistió: “yo pertenezco a la APDH (Asamblea Permanente por los Derechos Humanos)”.
Bastó esa definición para la arremetida. “Me empezaron a decir de todo. Estaban fuera de sí. Parecían sacados. Los dos por igual. Me retuercen de tal manera los brazos que empiezo a gritar por el dolor en el brazo izquierdo. Parecía que se me salía. Yo les dije que dejaran de pegarme que me metía solo en el móvil. Ahí es como que se olvidaron del chico y el problema había pasado a ser yo. Además de esposarme, me golpean contra todos lados. Tanto el que manejaba como ella golpeaban ese vidrio o plástico que divide y me seguían gritando y amenazando. En la Comisaría Primera me bajan mal. A los palos, a los empujones. Haciéndome pedazos los brazos, me meten adentro de la comisaría y me sientan en el pasillo. Y me dan a entender que estoy detenido por defender a los chorros”.
El relato es adrenalínico. Mientras habla, Ariel todavía respira miedo. Hay frases puntuales que desnudan un funcionamiento estructural en la fuerza que suma más de 52.000 integrantes en toda la provincia: “Cuando me sacaron para llevarme al hospital, se acerca uno, rubiecito, gordito, y dice `a vos te veo en mi cuadrícula y te mato`. Y otro le dice `pará que ese no es el chorro, es el docente`. Ya cuando llegamos al Hospital estaba descompuesto. Les pedí que me aflojaran las esposas y me las ajustaron más. Tenía las muñecas hinchadas”.
Los lazos del sistema se suelen entrelazar a la perfección. En el informe médico, escrito delante de los policías, no figura ningún tipo de lesión y más tarde, con Ariel ya liberado la misma médica describió en otro nuevo informe las marcas en los brazos del maestro.
Ariel Rodríguez estuvo detenido en la comisaría entre las cinco de la tarde y las nueve de la noche. En la misma comisaría en que hace apenas unas décadas funcionó un centro clandestino de detención en pleno centro de la ciudad. Allí donde suelen llegar pibes de los márgenes que conocen a la perfección el calabozo con apenas una ventanuca con una lona que hace las veces de falso vidrio. Fotos de mujeres desnudas pegadas en las paredes se enfrentan al rostro del Che grabado en la pared desde hace años. Y a un costado, una paloma se funde con un sol anaranjado del que asoman las letras de la palabra libertad.
Esta vez se llevaron a un maestro. Contraponiendo las esposas de metal al guardapolvos blanco. Dejando en claro quién detenta el poder y qué fronteras no está permitido trasponer. “La policía no anda mal. Anda bien porque hace lo que le piden que haga: recauda para la caja política y reprime cuando hace falta”, escribió Alejandra Vallespir.
No hay políticas dentro del sistema que permitan modificar lo que es funcional a su subsistencia. Mientras tanto, haciéndole zancadillas a esa historia escrita con sangre, siguen naciendo en los rincones y en los zaguanes, paridores de sueños que buscan recuperar la memoria del edén perdido. En donde multitudes de pibes festejen la vida por pura prepotencia de la ternura.
Edición: 1801
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