La ley y la vida cotidiana

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Por Claudia Rafael

(APe).- Van por vías separadas. La ley y la práctica parecen enemigos territoriales que jamás embocarán el mismo rumbo. De un lado, la palabra legal en materia de derechos del niño. “Tenemos una ley contenedora y con muchas herramientas para la prevención”, remarcan ante quien les ponga un micrófono delante los funcionarios del gobierno provincial. Los mismos que tienen la responsabilidad de aplicarla pero que la dejan deambular en la otra vía, paralela y lejana, en su práctica cotidiana. La de las historias reales. De carne y hueso. Y ajenas, muy ajenas, a la casita de chocolate y confites, a las hadas protectoras y a los zapallos que algún día se convierten en carruajes majestuosos.

 

Cada cuatro años los países que ratificaron la Convención Internacional de los Derechos del Niño, como Argentina (que además le dio rango constitucional) tienen la obligación de presentar un informe. Argentina omitió hacerlo cuatro años atrás y hacían ya ocho años que no rendía sus cuentas.

De todos modos, aunque se quiera tapar el sol con las manos, siempre suelen filtrarse entre las hendijas del poder ciertos vientos que soplan las dolorosas verdades. El Comité contra la Tortura, de la Comisión Provincial por la Memoria, presentó a inicios de junio su propio informe alternativo sobre esa dualidad en materia de infancia ante el Comité de Derechos del Niño de la ONU, en Ginebra.

“Por un lado, planteamos que más allá de la normativa, la legislación es muy buena, es de avanzada, pero las prácticas de los actores judiciales, del Poder Ejecutivo, están muy lejos de ser las que la ley prevé. Hay una serie de dispositivos para que los chicos antes de encontrarse con la ley penal, antes de cometer un delito, tengan instancias de contención y esto no está funcionando en la provincia. Y el sistema de detención de jóvenes se parece cada vez más al sistema de adultos. Con los mismos defectos y las mismas aberraciones. Como, por ejemplo, el índice de pibes con prisión preventiva en los 14 institutos de la provincia en los que hay 470 pibes encerrados entre 16 y 18 años, que alcanza al 70 por ciento. Es decir que son inocentes porque todavía no se les demostró la responsabilidad penal en el ilícito que se les imputa”, describió Roberto Cipriano García, coordinador del Comité contra la Tortura, recién llegado de Ginebra.

Para entenderlo bien: hay 329 chicos de ese total de 470 que aún no han sido juzgados. Y que, por lo tanto, siempre según la teoría de la letra legal “son inocentes hasta que se demuestre lo contrario”.

Las realidades institucionales para los chicos en conflicto con la ley penal suelen parecerse en demasía a un viaje por el sendero del horror. “Un pibe entra en un instituto en donde va a tener un régimen de vida en el que va a estar solo, en un buzón, que es peor que el de las cárceles porque ni siquiera tiene una reja que le permita comunicarse con el que está detenido en la celda de enfrente. Tienen un chapón que los aisla y están ahí, solos, entre 24 y 36 horas, para después tener entre 3 y 6 horas de recreación en un comedor que es un poco más grande que esa misma celda en donde lo único que va a hacer es mirar televisión junto a otros detenidos. No va a tener acceso a la escuela, porque el promedio de acceso a la educación primaria es en los institutos de una a tres horas semanales, no va a tener talleres de formación técnica, no va a haber un psicólogo que lo escuche, no va a recibir asistencia por adicciones. El Estado no está haciendo nada para ayudar a este pibe a salir de la situación en que se encuentra sino que lo que hace es justamente condenarlo a que no pueda prescindir ya nunca más del sistema penal”, agregó Cipriano García.

Esos pibes ven pasar la vida mientras quedan asidos a ese poder de la estructura penal que les marca los días para siempre. En donde el dolor va a ser el único sustento. Y en donde para no sentir ese desgarro, la única alternativa a la que se aferran proviene de las lesiones a su propio cuerpo. Cortarse los brazos, los muslos, los abdómenes y ver fluir un poco de su propia sangre es apenas lo único que les recuerda que están vivos. Un estudio que concretó el Comité contra la Tortura en Centro de Recepción de Malvinas Argentinas arrojó que el 100 por ciento de 100 chicos sobre los que se trabajó puntualmente se habían autoagredido y que el 70 por ciento había intentado suicidarse. “Este sistema pretende neutralizarlos, disciplinarlos y los lleva a que, en la desesperación, para llamar la atención en ese camino sin salida que encuentra, lo único que les queda es intentar quitarse la vida”, plasmó el coordinador del Comité.

Los métodos del Estado provincial -que se reitera o se profundiza según el territorio del país del que se hable- dejan al desnudo cuál es la real mirada que ese Estado tiene de esa infancia que carga desde siempre una mochila pesada de historias abandónicas.

El informe del Comité es desolador. Desmenuza los preparados recibimientos que se les aplican a la hora de la detención: “el 83% fue golpeado por la fuerza policial, en la abrumadora mayoría de casos después de ser inmovilizados y esposados, estando en el piso o en el patrullero. Al 95% no se les leyó sus derechos al ser detenidos y el 93% no pudo efectuar una llamada telefónica a sus padres o tutores al ser aprehendidos. El 64% de los adolescentes recibieron golpes una vez dentro de las dependencias policiales, en general a modo de hostigamiento y degradación previa a la entrega del adolescente a la justicia. En general estas situaciones no se denuncian judicialmente ya que se naturalizan y son la regla en las detenciones”, continúa.

Todas estas prácticas no conducen a otro camino que al odio que reemplaza desde hace demasiado tiempo a la ternura.

“Los maestros, al llegar al instituto me dijeron: ‘Otra vez vos aca, no vas a hacer lo mismo que hacías antes, aca vas a hacer lo que nosotros te digamos’ y entonces entre 4 me llevaron a la pecera, me dejaron desnudo al frío que hacia y me cagaron a palos. Me quedaron moretones en todo el cuerpo”, expone el relato hecho por uno de los chicos institucionalizados al Comité.

Otro contaba que “me dejaron encerrado en la celda dos días cagado de frío y hambre, me sacaban y me pegaban en la cocina de la comisaría. Prendían y apagaban la luz y pim-pum-pan, piñas y patadas en todo el cuerpo”.

Sus días están jugados hace tiempo. Tal vez desde antes de que pudieran gatear o dar sus primeros pasos. Son el botín de un sistema que los succiona de la vida y los va devorando paulatinamente a veces o de un bocado abrupto en otras. Quedan aprisionados para siempre en ese universo institucional diseñado premeditadamente para la subsistencia del sistema. Ya no saben de caricias y de utopías. Les arrebataron la esperanza y los dejaron anclados en un lugar en donde futuro es una palabra que no existe.

Edición: 1797


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