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Por María Adelaida Vergini
(APe).- En apenas unos instantes la historia misma de Andrea Quipildor pareció estallar. La violencia de una topadora que avanzaba bajo las órdenes del poder arrasó con su casita de barro. Cómo comprender si su lugar es definitivamente ése desde hace generaciones. Sus 77 años, sus días de mujer coya, sus arrugas milenarias, su casita, el barro, la vida misma en pacto eterno con la Pachamama.
Valiéndose de herramientas poderosas ellos llegaron hasta allí. Con un arsenal que no hace más que aumentar el abismo cultural que existe entre los hombres, que habitan este mismo mundo, que pisan el mismo suelo pero que no comulgan los mismos valores.
Un arsenal de guerra para enfrentarse a la austeridad de una comunidad que construye sus vidas y sueños sobre paredes hechas de ladrillos y barro y techos de chapas, que no cuenta con mayores enemigos que alguna que otra jugarreta del tiempo, que trabajan por y para la tierra y que se han entregado a la Pachamama en un contrato dialéctico en el que no hay dominados ni dominantes: se trata de pedir, entregar y agradecer.
Allí llegan los herederos del legado de Rosas y Roca, convencidos de que con su poder dominarán la tierra, ese suelo. Esos hombres que no saben de pedir, entregar o agradecer, sino que por el contrario se movilizan impulsados por deseos, en algunos casos, y órdenes, en otros, de expulsar, de expropiar… de extirpar.
El Diccionario de la Real Academia Española, define extirpar como “Acabar del todo con algo, de modo que cese de existir. Arrancar de cuajo o de raíz”. “Chalecos antibalas, armas de guerra, una granada de fragmentación… una Itaka de uso militar del tipo Bataan 71 fabricada en Argentina durante la década de 1970, una pistola 9 milímetros, ambas cargadas, municiones, esposas y una escopeta Izarm semiautomática de gran poder, de origen turco… fueron secuestrados por la Policía de Campo Quijano de un vehículo que fue utilizado para desalojar violentamente a una comunidad indígena coya”, detalla el diario El Tribuno de Salta. Y en esa descripción de lo que pasó durante los primeros días de este abril, subyace latente el deseo motor de quienes parecieron haber querido transformar en acción aquella definición del diccionario.
Del otro lado, Andrea Quipildor, una anciana de 77 años de la comunidad coya Valle del Sol, vio cómo su historia podía hacerse añicos mientras sus paredes de barro y techos de chapas dejaban de existir con el paso de una topadora. “Desde que volearon nuestra casa, todos los días sufrimos atropellos. Estamos agazapados en medio de las ruinas de nuestra casa. Esperamos que la Justicia y Derechos Humanos intervengan… estamos desprotegidos”, dijo la anciana que junto a su familia sufrieron el desalojo violento de su hogar en la zona de Las Mesadas, en medio de los cerros Quijanos a un kilómetro del pueblos de Tastil. Desde entonces, resisten.
Porque allí llegaron los que se codean con el poder político de turno, los que ignoran a los antepasados y a las escrituras de terrenos que sólo se sostienen en la herencia familiar; los que construyen sus sueños sobre la base del desprecio por el lugar del otro, expulsando a ese otro que es distinto pero es un igual.
Sin orden de desalojo, destruyendo la humilde vivienda de la señora Quipildor, atropellando a los integrantes de la comunidad, así se presentaron los operarios que fueron contratados por Francisco Jovanovich quién, además de ser pariente del Ministro de Gobierno salteño, tiene escriturada esas tierras a su nombre. Y que en plegarias que se sostienen sobre la ambición de poder y riqueza, viene a exigirle a la Pachamama ocupar esos terrenos para convertirlos en obras que incrementen sus ganancias personales. A cambio, le entrega uno de los actos más despóticos y aberrantes que pueda crear el hombre: el desprecio por la vida de los otros. Los legados de Rosas y Roca siguen asfixiando a los pueblos originarios que aún habitan el territorio argentino.
La familia de Andrea Quipildor posee esos terrenos desde sus tatarabuelos, cuando los emprendimientos inmobiliarios eran planes exógenos a esa región. Las arrugas que surcan la frente de esta anciana son profundas y están bien marcadas, se parecen a las grietas de la tierra. Esas huellas en su rostro son el lugar de resistencia de su familia, de su comunidad, de su historia, que es la historia misma de nuestro pueblo.
Edición: 2676
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