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Por Carlos del Frade
(APE).- “No sabemos mucho de esto, nos metíamos porque hay que hacer cualquier cosa. Es por culpa de este sistema podrido que tenemos en este país de mierda, que a los cincuenta años ya sos considerado un viejo y no tenés acceso a un trabajo. No nos podemos insertar más en el sistema laboral...”, dice José Diego Chacón, de 52 años, maldiciendo la muerte de su amigo Ricardo Moreno, de 54 años, cuando intentaban reparar un techo de una empresa de transporte de la ciudad de Córdoba.
No lo sabían hacer, pero lo tenían que hacer. Desocupados desde hace años, los dos necesitan agarrar lo que sea para gambetear las urgencias. Moreno dejó una familia de diez hijos sin su protección. “Todos viven bajo el mismo techo y ahora quedan desamparados. Él era el único sustento de la familia. No se qué va a ser de esta gente”, dice Chacón.
Cuenta que con Ricardo andaban siempre juntos, dispuestos a hacer “cualquier cosa”. Que les hablaron de la empresa de transportes dueñas del depósito para que repararan el techo porque se llovía. Ya se iban cuando “pasó esta desgracia”, sostiene el compañero de Moreno.
En un país cuyos funcionarios se ufanan del crecimiento de la economía y del descenso de la tasa de desocupación hay, sin embargo, miles de personas que hace años ya no encuentran trabajo.
En la Argentina del último medio siglo existió una consigna que explicaba el sentido de la sociedad: se puede ser feliz a partir del trabajo.
La destrucción del trabajo en los años noventa, como consecuencia, generó la desaparición de la felicidad. Sin trabajo es imposible ser feliz. La vida, entonces, se convierte en un riesgo de bajo costo, queda subordinada a cualquier actividad parecida al trabajo escaso.
Por eso Moreno se murió, porque no sabía reparar techos de fibras de vidrio. Pero Moreno estaba ahí arriba porque no podía no estar. Diez pibes le exigían llevar algo a la casa. Para comer, para que haya alguna sonrisa, algún diálogo con la compañera.
Los funcionarios que se ufanan de sus porcentajes no conocen la mesa dominguera de un desocupado.
Donde antes había charla, ahora aturde la televisión por el silencio del ex sustento económico, otrora jefe de familia. El mismo que empieza a perder el brillo en la mirada. Porque dejar de hacer lo que se hacía durante años equivale a desaparecer como jefe de hogar, como hombre en medio de una sociedad machista. En Carcarañá, en el sur de la provincia de Santa Fe, cuando cerró el frigorífico en 1994, ochocientos trabajadores fueron a la calle, al agujero negro de la desocupación. Un año después, cifras oficiales verificaban que el mayor número de divorcios se habían producido en Carcarañá. No fue casualidad. Era la consecuencia de la desaparición del rol masculino en la economía familiar. Y no había explosión social, sino implosión social. Explotaba la vida íntima de las casas de trabajadores. La tristeza hacía añicos el tejido interno.
Por eso Moreno estaba arriba de ese techo, arriesgando todo, para recuperar algo de lo que había sido cuando tenía trabajo.
Y el hombre lo perdió todo. Volvió a perder.
Más allá de los números que algunos celebran, existe una continuidad de los años noventa en la angustia cotidiana de los que no tienen trabajo.
Un vacío del que no dan cuenta los guarismos oficiales.
Fuente de datos: Diario La Voz del Interior - Córdoba 18-11-05
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