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Por Mariano González Vilas
Fotos: Ana Laura Beroiz
(APe).- La noche se desploma tras la leve indecisión del atardecer. La oscuridad se cuela hasta en el último rincón, el silencio cuida las espaldas de la noche y recién ahí los rostros se descubren y es la palabra la que extiende su manto. En la lejanía, un fuego anuncia que no estamos solos caminando en la noche. El café y la palabra le ganan la batalla a esos gigantes que acechan escondidos su oportunidad: el frío y el olvido.
Tras la cortina impalpable que levanta el humo, un viejecito murmura sus últimas palabras en tseltal, como si hablara con la noche o con quienes se han ido con ella hace ya muchos años y vidas atrás. Todos escuchan su voz de grillo susurrar sus verdades.
El trabajo colectivo del día ha dejado los cuerpos cansados, pero la noche y el fuego vuelven a encender algo que excede a la palabra y que en forma de caracol se entremezcla con el humo denso del café, el tabaco y las nubes que han cambiado el inalcanzable cielo para bajar y besarle los rostros a estos constructores del paraíso terrenal.
“El desafío es seguir resistiendo, ya no como los olvidados de la tierra, sino como los portadores de una dignidad rebelde que se empecina en construir otro mundo y en cultivar la memoria de los de abajo; la memoria de los que no salen en los diarios. Es ahora ella, la memoria, la protagonista de esta noche”, dicen desde el otro lado del fuego. A lo lejos, en la copa de un árbol, el silbido de un colibrí pinta los primeros colores del alba. La noche se ha escurrido por entre las manos y el amanecer anuncia un nuevo día de rebelde libertad.
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Hace ya muchas noches que ha amanecido aquí; y los zapatistas decidieron abrir sus puertas para mostrarse al mundo y para que el mundo quepa en el suyo. Han decidido no colonizar ideologías ni sacrificar en el altar del igualismo las diferencias ni las contradicciones que encierra todo movimiento, sino ponerlos sobre la mesa para que sean visto por todos (excepto por el mal gobierno que nunca suele bajar la vista).
Aquí, donde la noche es día, donde no hay uno sin todos, donde la mujer rompió las cadenas que regala un Dios hombre. Aquí, donde la palabra camina descalza, sin nudos ni moños; Aquí donde el pueblo sí manda. Aquí, donde los rostros se niegan para ser vistos, para reafirmar la identidad colectiva. Aquí la libertad es reina y señora.
La escuela zapatista es el reflejo de su palabra, prescinde de los moños y ribetes académicos y de las ataduras institucionales para ser escuchada. Es arriba donde los académicos y los revolucionarios de sillón, de manos blandas y limpias, se regocijan escuchándose no decir nada. Aquí la educación se ha transformado en una herramienta de transformación, alejada de las escuelas del mal gobierno que creando docilidad de mentes y cuerpos, reproduce una y otra vez un sistema que se alimenta de la sangre ajena. La construcción de la educación autónoma rompe el círculo de la reproducción del sistema y se torna una aliada invaluable para seguir edificando, sobre las ruinas del viejo orden, un nuevo y mejor vivir; donde lo aprehendido no será vendido al mejor patrón. Abajo, la educación no permanece anclada en las estructuras de un sistema que se pudre pero que persiste en perfumarse.
Los compas zapatistas han alcanzado la autonomía y la libertad. En el camino han quedado balas y versos y la sangre derramada de los que sembraron el camino hacia un nuevo amanecer, y por eso se han transformado en un ejemplo vivo de rebeldía. Han entendido que la práctica revolucionaria no es matemática, y que el monopolio de lo dogmático es patrimonio de la iglesia, nunca de la revolución.
Edición: 2641
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