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Por Alfredo Grande
“no me hirió paladín fuerte, me hirió un rufián por detrás, para no acertar jamás, tampoco acerté con mi muerte”
(Rostand, Edmond. Cyrano de Bergerac)
“puedo pensar que estén muertos. Lo que resulta insoportable de pensar es que no estén vivos”
(aforismo implicado)
“Los torturaron cuando recién ingresaban en la adolescencia, conociendo el horror infinito de un tiempo de desprecio. Así como la dictadura asesinaba en la tortura, en los vuelos de la muerte, en la desaparición, hoy el sistema que salió beneficiado con la dictadura, asesina en la cámara de gas que es en lo que se convirtió Cromañón. Asesina en la exclusión, en la persecución, en el gatillo fácil, o nuevamente en la desaparición como la de Julio López y Luciano Arruga.
Tanta muerte evitable, tanta vida arruinada, por el lucro de unos pocos, tanta injusticia para las victimas. Pero no nos han derrotado, cada golpe recibido en vez de voltearnos, nos hace más fuerte y más aguerridos. Les gritamos a los jueces y políticos: ¡las heridas de una sociedad no se curan con impunidad!"
(Extraído del Documento a los 57 meses de la Masacre de Cromagnon y escrito por sobrevivientes)
(APe).- Quizá uno de los dones de la vida sea poder elegir nuestra muerte. La muerte propia, no la decretada por los mandatos represores de la cultura médica asistencial. Una forma de la bioética canalla no habilita a que el sufriente decida cuándo y cómo morir.
Una pareja de muchos años de casados, decidieron ir juntos a una clínica para que los asistan en la muerte digna. Y más digna porque decidieron que fuera compartida. Ambos tenían graves enfermedades, y pudieron disfrutar de ese maravilloso don de la vida que es habilitar para el pasaje a otra forma de la vida, esa que algunos llaman muerte. Pero si nos alejamos de los mandatos de esa moral que obliga a sufrir todo lo posible, y que se empeña en hacerse llamar ética, las cosas empeoran. Los sistemas del desamparo planificado, los técnicos que logran que las necesidades básicas insatisfechas, que disfrazan su inmundicia gerenciadora denominando “sequía” a su brutal inutilidad o avaricia, logran que los decretos de cientos de miles de muertes anunciadas se cumplan con prisa y sin pausa. Pero a pesar de la brutalidad política policial, algunos siguen vivos. Y entonces, como milagro cuasi laico, aparece un constructo teórico conceptual que, con la ingenua excusa de describir un existente, en realidad está consagrando una de las formas más autodestructivas de la subjetividad. Me refiero a la denominada “culpa del sobreviviente”. Mas allá de todas las racionalizaciones cientificistas que se puedan hacer, la cuestión de fondo es que estar vivo genera culpa frente a los que están muertos. O sea: para no sentir la lacerante culpa de estar vivo, lo mejor para esta cultura del chantaje, es haberse muerto también. Solución final por exterminio o por suicidio colectivo. Muertos los melancólicos, se acabó la culpa. Hace muchos años, en 1996 exactamente, escribí en mi primer libro el intento de un duelo sin melancolía. Quizá mi anhelo más profundo, quizá mi deseo más intenso. La Masacre de Cromagnon, tan injusta como cualquier masacre, tan absurda como pocas masacres, confirmó en el dolor de cientos de pérdidas que esas palabras habían encontrado su verificación histórica y social. La lucha de familiares, sobrevivientes y amigos de los masacrados en el boliche / cámara de gas Cromagnon encuentra que lo colectivo es la única forma de enfrentar la culpa que la cultura represora inocula en cada una de las subjetividades aisladas. Porque el dolor cuando no pierde el fundante de aquello que fue su causa, cuando no disloca la historicidad del sufrimiento, cuando mantiene firmemente unida la tristeza y la bronca, entonces ese dolor aparece como una fuerza colosal que no solamente pedirá justicia: sabrá ejercitarla por mano propia. Para los culpables, los copartícipes necesarios y los cómplices, la única justicia por mano propia en la que pueden pensar es la venganza. Pero no es por ser fieles amigos de la verdad. Apenas porque son patéticos laderos de la impunidad. Cuando hablamos de la justicia por mano propia, hablamos de la producción artística, la murga Los que Nunca Callarán, la muestra itinerante de fotos, el libro Pensar Cromagnon, los foros creados desde el primero “Pensar Cromagnon” hasta el actual, “Justicia por la Masacre de Cromagnon”. Hablamos del compromiso de muchos profesionales y no profesionales, para intentar ponerle algún nombre a tanto dolor. Hablamos de las páginas web que dan cuenta de la masacre, las reuniones de la articulación, las marchas realizadas todos los 30, todos los meses desde la noche fatal de la masacre. Y hablamos del recuerdo de los masacrados, y del recuerdo de aquellas madres, y aquellos padres, y abuelas, y abuelos, que de dolor se fueron muriendo de a poco. Porque la masacre sigue sucediendo, todos los días y todas las noches. La cultura acuñó un analizador nuevo, cuando se menciona una posible catástrofe: esto es un Cromagnon. Conocimiento y reconocimiento que la masacre, aún en la dimensión del horror que provocó, ni siquiera se agota en sí misma. Por eso, como otra de las formas de elaboración colectiva de la culpa, como afirmación que no hay venganza en la justicia por mano propia, el Movimiento Cromagnon está preparando un Tribunal Ético sobre la Masacre. Será una forma de afirmar, más allá de toda duda razonable como les agrada decir a fiscal y defensor en los juicios, que esa masacre tiene culpables, tiene cómplices, tiene copartícipes necesarios. Y que el miserable intento de armar el juego de la guardería, o el de localizar a ver quien tiró la bengala, es apenas un ejercicio encubridor de lo que fue la multiplicidad causal y fundante de la masacre: la corrupción, la codicia, la absoluta incompetencia, la más desleal de las cobardías. Porque no deja de ser cierta la primera y principal consigna: “a nuestros chicos los mató la corrupción”. En realidad, más allá de la rima y el canto, los asesinaron muchas y variadas corrupciones. La que denuncian familiares y sobrevivientes en su lucha lacerada y necesaria. En otro tiempo, otro país, otro momento histórico, pero con la misma marca de la cultura represora, eran asesinados en Iquique los obreros del salitre. Los inolvidables Quilapayún escribieron y cantaron la célebre Cantata Santa María de Iquique. Los sobrevivientes sin culpa seguramente se sumarán a ese coro de la justicia militante cuando exige que: “ustedes que ya escucharon, la historia que se contó, no sigan allí sentados, pensando que ya pasó; no basta solo el recuerdo, el canto no bastará, si es que no nos preparamos, resueltos para luchar.”
Donde hubo culpa individual, bronca y lucha colectiva ha de advenir.
Edición: 1633
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