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Por Oscar Taffetani
(APe).- Te besa y te desnuda con su baile demencial / Tu cierras los ojitos y te dejas arrastrar / Tu te dejas arrastrar // Ella qué será. / She's livin' la vida loca. / Y te dolerá / si de verdad te toca. / Ella es tu final, / vive la vida loca. / Ella te dirá: / vive la vida loca...
Una canción del portorriqueño Ricki Martin -en esa mezcla de inglés y español que ya se habla no sólo en Puerto Rico, sino en Centroamérica toda, así como en el sur de los Estados Unidos- sirvió al documentalista hispano-francés Christian Poveda para dar título a un gran reportaje televisivo sobre la vida de las maras, pandillas juveniles que hoy funcionan como verdaderos ejércitos al servicio de la distribución de drogas, el tráfico de niños, mujeres e indocumentados y otras formas del crimen y el delito.
Muy poco tiempo pudo disfrutar Poveda del impacto y repercusión de su documental. Muy poco pudo hacer por la pacificación y la reinserción de los mareros en la sociedad. El 2 de septiembre pasado, cuando volvía de La Campanera después de haber conversado con amigos que habían participado de su película, fue asesinado con dos balazos en pleno rostro en un descampado a la altura de El Rosario.
Los presuntos autores, intelectuales y materiales, del asesinato de Povera, ya han sido detenidos. Aunque lo más seguro, en una ciudad de América latina en la que diez personas mueren asesinadas por día a manos de sicarios, escuadrones de la muerte y policías, es que nunca llegue a saberse la verdad, y que ese crimen, como tantos otros, quede impune.
Hijos de una posguerra sucia
Entre 1980 y 1992, El Salvador vivió una de las más cruentas guerras civiles de América latina, que dejó un saldo de 75 mil muertos y más de un millón de exiliados y evacuados en los países vecinos y en los Estados Unidos. Aún hoy, a casi dos décadas del conflicto, la tasa de muertes violentas de El Salvador es la mayor del continente. Cincuenta y cinco de cada cien mil habitantes muere asesinado antes de cumplir 24 años.
Producto de la emigración forzosa y de las precarias condiciones de vida y admisión en los países receptores es la Mara Salvatrucha, primera de las pandillas juveniles, que comenzó en los Estados Unidos y luego se extendió a otros países de la región, utilizando el know-how de los deportados. Actualmente, sólo en El Salvador, la Mara Salvatrucha tiene 160 mil miembros.
El otro “ejército” es la Pandilla 18, o también 18 ST (por la calle de Los Ángeles, California, en la que nació). Los de la Pandilla 18 se tatúan en los hombros o en el pecho el bíblico “666” (número del Diablo, en el Apocalipsis) y le han declarado la guerra a muerte a las pandillas mexicanas, pero también a los salvatruchos. Son decenas de miles y -como sus adversarios- cuentan con armamento y logística.
Las maras, lo mismo que aquellas mafias de principios del siglo XX, basan su financiamiento en las remesas periódicas de dinero que reciben las familias de los inmigrantes. Y también venden, como aquellos gangsters liderados por Al Capone y Frank Nitti, su “protección” a los compatriotas. Asimismo, ofrecen su servicio mercenario a los barones de la droga, a los caudillos políticos, a los candidatos en ascenso y a cualquier clase de patrón dispuesto a pagar por ello.
En esta tierra de promisión
Un veterano periodista, ya fallecido, nos advertía a fines de los ’80 que el país había sido elegido por los cárteles de la droga como base de operaciones a nivel mundial, y que no tardaríamos en ver los signos de ese cambio. En los ’90, un funcionario afectado a la lucha contra el narcotráfico nos decía que la Argentina estaba dejando de ser un país de tránsito, para ser un país de consumo. Esos cambios -terribles cambios- se concretaron, sin que el Estado nacional, absolutamente penetrado por la corrupción, por las coimas y los sobornos, pudiera detenerlos.
Otra transformación terrible se produjo en las villas y asentamientos suburbanos. Los partidos y formaciones de izquierda, e incluso el peronismo, dejaron de preocuparse por la organización y la educación de esa juventud a la que le habían arrebatado el futuro. A la vez, la expulsión de mano de obra, las nuevas migraciones y la desocupación fueron restringiendo hasta llegar a cero las opciones de vida de los pibes.
Una frase tomada del documental de Poveda, referida al contexto en el que se desarrollan las maras, bien podría aplicarse a nuestro medio, donde los pibes son arrojados a una lucha feroz por la supervivencia, con un Estado que en el mejor de los casos es ausente (y en el peor de los casos, criminal).
“Muchas vecindades -dice Poveda- forman un callejón sin salida, última parada del autobús en el fondo de un cañón. Un callejón sin salida para la esperanza de unos habitantes condenados a la supervivencia”.
Antes, la posibilidad de que aquí hubiera maras, con su violencia desatada y su autonomía criminal, era impensable. Ahora, cuando vemos que otras negras profecías, entre nosotros, se han cumplido, ya no estamos tan seguros. Es muy posible que suddenly nos llegue la vida loca. Y también, cómo no, la injusticia (bull shit!). O la muerte a la vuelta de la esquina.
Edición: 1591
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