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Por Susana Merino*
(APe).- Todos sabemos que el hambre es una sensación que nos alerta sobre la necesidad de ingerir alimentos, que nos permitan sostener no solo nuestra existencia física sino también espiritual, porque el deseo de comer es tan prioritario que ante él desaparecen todos los valores morales y su persistencia puede inducir a violar toda norma y a cometer hasta el más luctuoso de los delitos.
Pero no me voy a referir al hambre individual, como manifestación física sino a esa generalización que alcanza a cada vez más importantes grupos de población y que ha merecido el calificativo de “Crimen”. Y en tal sentido quisiera reflexionar sobre las causas que llevan a la sociedad a cometer ese flagrante delito que ninguna autoridad, ninguna justicia manda como correspondería al banquillo de los acusados. Suele suceder en cambio que se condena a la víctima y no al victimario, diluyéndose el delito en responsabilidades difusas que nadie pareciera estar dispuesto a asumir.
No he encontrado reflexión más sensata sobre las causas que originan en vastos sectores de población ese hambre colectiva que la de uno de los pensadores más lúcidos del siglo XVIII, el anglo-usamericano Thomas Paine.
Paine, nacido en Inglaterra, desarrolló sin embargo gran parte de su vida en los EEUU cuya independencia contribuyó a impulsar a través de sus escritos y principalmente el entre ellos titulado Common Sense fechado en 1776. Exactamente como lo anticipa su título, sus ideas arraigan en el sentido común (aunque a estar con Voltaire pareciera no ser demasiado común), la experiencia y la razón y desarrolla en su “Justicia agraria” los fundamentos de situaciones que siguen atravesando el tiempo y degradando a la humanidad.
Decía Paine: “todo hombre, como habitante de la tierra, es un propietario colectivo de ella en su estado natural, no se sigue de ello que sea un propietario colectivo de la tierra cultivada. El valor añadido por el cultivo, una vez admitido el sistema, se convirtió en propiedad de quienes lo produjeron, o de quienes lo heredaron de ellos, o de quienes lo compraron. No tenía propietario originalmente. Mientras, por tanto, abogo por el derecho, y me intereso en el difícil caso de todos aquellos que han sido expulsados de su heredad natural por la introducción del sistema de propiedad de la tierra, igualmente defiendo el derecho del poseedor a la parte que es suya”
Es decir, aunque sus conceptos son claros, que Paine reconocía en todo caso el valor agregado que genera sobre el suelo el cultivo de la tierra, sin dejar de considerar que al ser ésta un bien finito no alcanzaría a ser distribuida por igual a todos los habitantes del planeta y que por lo tanto era necesario que quienes se veían beneficiados con su tenencia debían asumir la grave responsabilidad de compartir con sus contemporáneos el producto de la labor agraria a través de contribuciones pecuniarias establecidas y distribuidas por el poder público.
Es decir que Paine proponía crear (con las eventuales “retenciones”, palabrita si las hay tan manoseada y vilipendiada hoy) un fondo nacional que permitiera “entregar a cada persona al cumplir los 21 años, 15 libras esterlinas como compensación parcial por la pérdida de su herencia natural y la suma de 10 libras anuales de por vida a todos los mayores de 50 años”.
Y agregaba Paine con cierta dosis de humor: “la propiedad de la tierra nació con el cultivo, ya que el primer estadio del hombre, fueron primero los cazadores, luego los pastores como lo atestigua la Biblia a través de Abraham, Isaac, Jacob, etc. A nadie se le hubiera ocurrido reclamar la propiedad de la tierra que pisaba y tampoco el Creador habría puesto un registro de terrenos de donde saliesen los primeros títulos de propiedad”.
Sin embargo las consecuencias de ese avance tecnológico y los que han venido sucediéndose hasta nuestros días no han redundado en beneficio del género humano sino solamente del privilegiado sector que primero se adueñó de las tierras y luego, como alguien dijo atinadamente, redactó el Código Civil. Ese monopolio territorial en suma ha desposeído a la mayor parte de los habitantes del planeta de su herencia natural, generando en gran medida la pobreza, la miseria y ese incalificable flagelo del hambre que debiera avergonzar como mínimo a cada uno de los seres humanos que casi sin inmutarnos y sin hacer nada para que se convierta en la preocupación básica de la sociedad, convivimos con él.
Deberíamos pensar con Eduardo Galeano si nos “¿Obliga el sentido común a aceptar estos dolores evitables? ¿Aceptarlos, cruzados de brazos, como si fueran la inevitable obra del tiempo o de la muerte?
Contrariamente creo que es precisamente el sentido común, por más pequeño, por menos desarrollado que fuere el que nos tiene que guiar, orientar, impulsar y decidir a encarar la solución definitiva de un mal que no es insoluble sino que debe ser asumido real y responsablemente por cada uno de nosotros ¿Cómo? Comenzando por enarbolar la ya aceptada consigna “El hambre es un crimen” al principio o al final de cada una de nuestras tareas cotidianas, al principio o al final de cada uno de nuestros escritos hasta que se nos haga carne y nos duela como si fuera nuestra propia hambre y seamos capaces de poner en juego todas nuestras fuerzas para saciarla.
* Editora del informativo semanal "El Grano de Arena" de ATTAC Internacional.
Edición: 1584
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