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Por Miguel A. Semán
(APe).- El domingo pasado en una casilla de troncos, madera y chapa levantada en el paraje La pista a 100 km de Tartagal, una chica de 21 años se suicidó de un tiro en la boca, antes con el mismo rifle había matado a sus hijos de 3 y 5 años. Todos dijeron que Gumersinda Pereyra no soportó la depresión que le provocaba la pobreza.
Tan chicas nos quedan las palabras que se revientan por los bordes. Tal vez por eso llamamos depresión al abismo más profundo y pobreza a la miseria infinita. Las dos palabras, raídas y opacas, caen sobre quien las sufre como si fueran una camisa fácil de quitarse, como si salir del abismo y la miseria dependiera de las ganas de los pobres deprimidos.
Dicen que en 2007 se presentó en el Congreso Nacional un Programa de Prevención del Suicidio que no se llegó a implementar en las provincias por falta del marco jurídico adecuado. También dicen que cada año en el mundo se suicidan 900.000 personas de entre 15 y 44 años y que la tasa anual de suicidios en la Argentina sería de 8,5 muertes cada 100.000 habitantes. Sabemos todo esto pero nadie sabe decir por qué, cómo, dónde y cuándo se matan los que se matan.
Fuera de las estadísticas y muy lejos de todos los programas y las buenas intenciones de los organismos nacionales e internacionales queda el pueblo donde se suicidó Gumersinda. En Argentina hay muchas mujeres que como ella mueren hijos en vez de parirlos. Los engendran con la certeza de que después del amor no vendrá el amor sino el hambre y la angustia.
El esposo de Gumersinda, un muchacho de 27 años, la encontró muerta junto a sus hijos el domingo a la noche cuando volvió de trabajar. Se subió a la bicicleta y pedaleó 40 kilómetros a través del monte hasta el puesto de guardia de una empresa petrolera para poder contarle a alguien lo que le había pasado. Sólo Dios y él conocen la medida de esa soledad.
Edición: 1545
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