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Por Néstor Sappietro
(APe).- La crónica es una más de las miles de crónicas que se repiten a lo largo de nuestra geografía. La crónica de la vida que viene torcida. La crónica de una sociedad que insiste en aplicar castigos implacables a quienes llevan todos los castigos encima. La crónica que termina como terminan todas estas crónicas, con una vida que nunca tuvo tiempo de amanecer, aplastada a los 17 años.
A Fede la escuela le llegó hasta los 14, cuando una enfermedad le arrancó a su viejo, cuando las buenas notas no sirvieron de nada, tuvo que dejar la escuela y transformarse en el hombre de la casa.
Quiso jugar al fútbol y llegó hasta las inferiores de Defensores de Belgrano.
Las urgencias patearon la pelota afuera de la cancha chica y tuvo que jugar el partido de la vida en inferioridad de condiciones, con la pobreza que venía con los tapones de punta y los árbitros siempre mirando para otro lado.
La crónica se repite, transita todas las carencias que transitan estas crónicas.
Fede vivía junto a su hermano Jerónimo de 12 años y su mamá.
Karina Rosales, la madre de los pibes, tiene 40 años, atiende los teléfonos 12 horas por día en una remisería y cobra 450 pesos por mes.
Fede había caído en el abismo de la droga. Karina lo sabía, y había buscado la forma de rescatarlo, pero la cura también suele ser una cuestión de salario.
"Luché para salvarlo del paco", cuenta Karina, "Lo quise internar en un instituto privado, pero me querían cobrar 4.500 pesos. Me bancaban sólo la mitad. No lo llevé a un centro estatal porque lo hubiesen entrenado para matar. Se quería curar. A veces mentía y decía que no se drogaba".
Fede, cargaba con la mochila de ser el hombre de la casa a los 17 años, "Robaba por necesidad", relatan sus amigos, "quería que su familia comiera todos los días".
Esa tarde, Federico salió a la calle decidido a volver con un regalo para Jeremías que al día siguiente cumplía 12 años. Soñaba con una fiesta. "Te voy a traer una sorpresa", le prometió.
Se puso la campera y una gorra de lana. En el bolsillo derecho llevaba un revólver calibre 32 con el que, diez minutos después, les apuntó nervioso a los clientes y a los empleados del mercadito La Esperanza, en la calle 1 de Agosto y Lacroze, en Villa Bonich, partido de San Martín, a diez cuadras de su casa. El robo duró poco tiempo: con un amigo se llevó 300 pesos de la caja registradora.
La huida terminó de la peor manera: el hijo de la dueña del local los persiguió cuatro cuadras en su auto y Federico murió atropellado en la vereda.
Pablo Vallone, hijo de la dueña del mercado, de 24 años, atropelló a Federico con su Peugeot 306 en Rodríguez Peña y Guido Spano. El otro ladrón, de 19 años, escapó, pero pocas horas después fue entregado a la policía por su madre. "Fue un accidente", declaró el acusado ante el fiscal. Está en libertad y con custodia policial por temor a represalias.
A los pibes del barrio les queda esa mezcla de bronca y tristeza que podríamos llamar indignación. Yeye, amigo de Federico desde los cinco años, tiene los ojos llorosos: "A Fede lo aplastaron tres veces. El asesino hizo marcha atrás y aceleró. Lo mató con odio".
La crónica termina como suelen terminar estas crónicas.
Federico fue inhumado en el cementerio de San Martín. Sus amigos lo recordaron en la esquina de Alvear y Salta, en Villa Bonich, donde solían reunirse a escuchar cumbia colombiana. "Le vamos a hacer un altar donde nos juntábamos siempre", dijeron los pibes. Entre todos hicieron una vaquita para pagar el entierro. Con lo que sobrara le iban a comprar un regalo a Jeremías.
Las palabras de la madre de Fede son la mejor conclusión para la crónica. Están cargadas de dolor, dignidad y necesidad de justicia: "No le enseñé ni lo mandé a robar. Le voy a pedir disculpas a la mujer asaltada, pero que no mienta. Que me mire a los ojos y diga la verdad. No fue un accidente. Si su hijo mintió, es peor que el mío: porque el mío robaba; el de ella mata".
Fuente de datos:
Diario Crítica de la Argentina 25-06-09
Edición: 1543
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