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Por Oscar Taffetani
(APe).- Hay un relato apasionante de Philip K. Dick, publicado en 1966 y que fue llevado al cine en los ‘90, con el título “El vengador del futuro”. Básicamente, se trata de la posibilidad de practicarle a un ser humano implantes de memoria, para que tenga “recuerdos” sin necesidad de contar con una experiencia de vida concreta. La contraparte de ese insólito servicio es la posibilidad de borrar, antes del implante, la memoria verdadera de un individuo, para adaptarlo a los usos y necesidades del poder.
Hasta allí, la trama del maestro Dick, varias veces plagiada y recreada por Hollywood. Pero lo que nos interesa destacar, en este momento, es el telón de fondo que pintaron el holandés Paul Verhoeven y sus guionistas cuando decidieron filmar aquel relato.
Douglas Quaid, obrero de la construcción que antes del borrado de memoria había servido como policía en Marte, consigue regresar a ese planeta en 2084, buscando recuperar su pasado. La colonia terrícola que Quaid encuentra es una ciudad herméticamente aislada, controlada por un empresario que a cambio de la protección contra los rayos cósmicos (porque ha desaparecido la capa de ozono) obliga a los habitantes a trabajar para conseguir el agua, el aire y el pan de cada día.
En esa sombría ciudad futura hay estratos sociales que coexisten, en niveles distintos del subsuelo, con prohibición de mezclarse. El pueblo de las catacumbas marcianas es un conjunto de seres mutantes, niños y adultos, deformados por la mala alimentación y los experimentos genéticos, que cada tanto se rebela e invade estratos superiores. Para contener la invasión de los pobres, una policía feroz recorre diariamente los niveles fronterizos a bordo de un taladro mecánico que nunca repite la ruta. Una pesadilla. Un infierno que se parece bastante a éstos del comienzo de siglo.
Haciendo una lectura política de “El vengador del futuro”, la primera pregunta que surge es dónde quedó el Estado. Y la respuesta inmediata es que el Estado es simplemente una empresa privada, monopólica, que fija su ley sobre el miedo y la obediencia (o resignación) de los supuestos ciudadanos. ¿El bien común? Desaparecido. ¿La cosa pública? Inexistente.
Un detalle del filme, que completa las coincidencias entre ficción y realidad, es que las escenas de la vida en el subsuelo fueron rodadas... en la ciudad de México.
Pandemia y negocios
La secretaria de Seguridad Interior de los Estados Unidos, Janet Napolitano, declaró al comenzar este mes de mayo que el alerta mundial por la gripe porcina podría pasar muy pronto al grado 6. Este grado (el máximo que contempla la escala) significa “pandemia de contagio rápido y sostenido entre humanos”.
Su par de la OMS, Margaret Chan, la criticó sin nombrarla y dijo que no debía causarse un pánico innecesario (sic) en la población. No obstante, poco después, la doctora Chan echó más leña al fuego con palabras que parecen extraídas de una tira de Manga o de una historieta barata, diciendo que el virus “se ha retirado, pero busca venganza”, que “volverá con una virulencia sin precedentes” y que “ésta sería la peor de las epidemias que el mundo haya tenido que afrontar en el siglo XXI”.
El Financial Times (que, como su nombre lo dice, es un periódico financiero) se sumó a la campaña de terror, aventurando que los muertos por la gripe porcina “podrían contarse por millones” y que la peste podría acentuar la recesión y causar pérdidas del orden del 5% del PBI mundial.
Los efectos de esta clara acción extorsiva, no se hicieron esperar. México, señalado por los mass media como el gran culpable de la nueva peste (al punto que llegaron a bautizarla, originariamente, “gripe mexicana”) se apresuró a comprar a los laboratorios Roche de Suiza (con quien sigue asociado, a través de Gilead Sciences, el ex secretario de Defensa norteamericano Donald Rumsfeld) 110 mil tratamientos con Tamiflu, un medicamento específico para tratar las gripes clase A. La compra se agrega al medio millón de tratamientos que el Ministerio de Salud azteca le encargó al mismo laboratorio, en meses pasados.
Las acciones de Gilead, Roche y Glaxo, las tres empresas farmacéuticas que producen el oseltamivir (base del Tamiflu), subieron en una sola jornada entre un 3 y un 6 por ciento. También treparon las acciones de Baxter, otra empresa global, que anunció que podía tener lista en 13 semanas una vacuna contra la gripe porcina.
De los 26 muertos y 985 casos reportados por estos días a la OMS, el grueso se localiza en México, los Estados Unidos y el Canadá (es decir, en América del Norte) y el resto se distribuye en Europa, el Cercano y el Lejano Oriente. Pero de los 26 muertos -un dato que nos habla de la pobreza- 25 son mexicanos.
Tener por lo menos un caso de gripe porcina hoy determina una importante ayuda crediticia por parte del Banco Mundial. Por eso la ministra argentina Graciela Ocaña le apostó (valga la expresión) algunas fichas. Pero no. Caray. No se comprobó un solo caso. No obstante, con el objetivo de crear un “escudo epidemiológico” (así lo llaman), el país obtuvo un crédito del Banco Mundial de 20 millones de dólares.
Es paradójico que ante una evidente pandemia del dengue en las provincias del Chaco, Salta y Catamarca (más de 20 mil casos oficialmente reconocidos), el Banco Mundial haya concedido un crédito específico de 3 millones de dólares, mientras que para el flamante escudo epidemiológico ya hay acordados 20 millones.
(Dicho sea de paso, la misma denominación del plan -“escudo epidemiológico”- habla de un peligro externo, de un azote que puede llegar de afuera, cuando lo concreto es que el 95% de los casos reportados de dengue son autóctonos).
Otra canción de resistencia
Los movimientos ambientales y ecologistas han disparado con toda su artillería, en esta coyuntura, contra la industria globalizada de alimentos. Razón no les falta. El abuso de vacunas, la precariedad sanitaria y la alta concentración de animales con el único objeto de maximizar las ganancias, ha permitido la mutación y desarrollo incontrolable de nuevos virus.
Del mismo modo, el empleo abusivo de herbicidas como el glifosato, en el campo, fue eliminando el control y balance natural de los mosquitos que hoy son portadores del dengue.
Qué decir del bosque originario, en estos países del sur de América en donde el mayor tesoro lo constituyen la biodiversidad (incluyendo en ella al hombre) y las reservas de agua dulce. La planificación de las mineras, las celulosas y las papeleras arrasa con todo, cambiando para mal el paisaje y expulsando a la gente. O volviéndola extranjera en su propia tierra.
¿Vendrá algún día Douglas Quaid (Arnold Schwarzenegger) a salvarnos, como en aquella película sobre la vida en Marte? ¿Un redivivo Espartaco, que pondrá de pie a los esclavos y los lanzará a vivir o a morir con dignidad?
Improbable. De puro nostálgicos, nos inclinamos más a creer en el héroe colectivo, aquél que imaginaron escritores militantes como Héctor Germán Oesterheld y Rodolfo Walsh. Sí, el héroe colectivo. Capaz de reponer en el acto cada brazo que cae y cada vida que se pierde. Capaz de superar los límites del hombre solo y luchar, con buena chance, frente al aparato del poder.
Entonces, seguro, saldrá el sol. El viejo sol que vimos en la película. El sol de siempre. Y descubriremos, igual que un niño, que es bella y necesaria su caricia.
Edición: 1501
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