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Por Claudia Rafael
(APe).- Es una perfecta radiografía del sistema. Los márgenes, el odio, la muerte precoz: todo concentrado en unos pequeños instantes que simbolizan una realidad que se parece demasiado al espanto. Lucas Emmanuel Navarro tenía 15. En apenas unos pocos días cumpliría los 16 pero no pudo. No lo dejaron. El cóctel en el que quedó envuelto y que empezó muchísimo antes -quién sabe cuánto, en verdad- lo ancló para siempre en esa figura magra de apenas 44 kilos y un metro cincuenta de altura.
Para encontrar las raíces de lo que ocurrió en la noche del domingo en el barrio Los Pinos, de Isidro Casanova, hay que bucear en la historia misma de un país que demasiadas veces eligió el odio como salida. Para matar o morir. Para aniquilar como precepto.
Los policías dijeron que esa noche Lucas quiso robar a un hombre en la puerta de su casa, junto a otros dos chicos de su edad. Que tenían un arma corta de juguete. Que el hombre se resistió y pidió ayuda. Y que en ese preciso segundo se desataría la persecución y el camino sin retorno.
“Empezaron a salir vecinos, mujeres mayores de las casas y Lucas ya estaba en el piso. Lo pateaban y le pegaban trompadas. Eran más de diez personas, entre ellas varias mujeres grandes. Un almacenero vecino del lugar vio de cerca lo que pasaba y salió a defenderlo para que no le pegaran más. Lo cagaron a trompadas también a él. Uno vio que un hombre agarró una bolsa llena de escombros y le pegaban con eso, como si fuera una maza”, desnudaron los hermanos de Lucas.
No cuesta demasiado vislumbrar la escena. Percibir el olor del miedo que seguramente despediría el cuerpo del chico. Tratar de imaginar qué alcanzó a balbucear en esos instantes. A pensar. (¿Acaso alcanzó a pensar?) Qué imágenes le pasaron con la velocidad de mil rayos por su cabeza. (¿Se le cruzó tal vez alguna?) Y sentir que ese olor, entremezclado con el de su sangre, desataría a las fieras necesitadas de una extraña justicia. Un primer golpe. Dos. Tres que se multiplicarían entre sí, envalentonándose unos con otros. Hasta que sólo la muerte les llevaría a la calma. Como una jauría de animales salvajes que persiguen a una presa hasta devorarla.
¿Cuánto tiempo lleva masacrar el cuerpo de un chico que apenas parece de nueve aunque los almanaques insistan en que tiene 15? ¿Cuántos golpes son necesarios? ¿Cuánta violencia es necesaria para saciar la sed de quien busca acabar de un mazazo con su propio terror al otro?
Pero además, en qué momento cambió algo dentro de esos seres que tal vez, esa misma noche, arroparon con amor a sus hijos y les tararearon un arrorró. Que quizás esa tarde llevaron a la calesita a sus nietos o les regalaron un huevo de chocolate. Qué botón se activó dentro de ellos para transformarlos en monstruos voraces de sangre humana.
Lucas Navarro tenía 15 años. Cuentan las crónicas que la escuela dejó de ser parte de sus días en 2008 hasta hace muy poco, en que volvió. Dicen que para quedarse. Que conocía los calabozos policiales y que estaba en tratamiento por consumo de marihuana en el Centro de Prevención de las Adicciones de La Matanza. Que amaba Costumbres Argentinas, el tema de Calamaro, y que la eligió hace unos días en la clase de Música. Y tal vez le gustara por eso de morder el anzuelo y volver a empezar de nuevo cada vez que quiero. Pero que para bailar, como había bailado con la madre el domingo anterior, no. Para eso hacía sonar con el volumen a mil las cumbias de El Polaco o La Liga. Y que así, con esa gestualidad es que quieren recordarlo en la casa. Riendo como ríen los pibes.
La música que escucharon dentro de sus propias cabezas quienes lo golpearon fue seguramente otra. José Pablo Feinmann plantea que si lo que creció es la violencia es porque lo que creció es el odio. Y el odio no deja lugar a la ternura. El odio es aniquilamiento, es muerte, es destrucción. Un chico que pesaba 44 kilos y medía un metro y medio a los 15 años representó para el grupo de vecinos -señoras, dicen, en su mayoría- el fantasma demoledor de la inseguridad: Me van a invadir, me van a robar, me van a violar, me van a matar.
Su cuerpo magro (y nadie se preguntó por qué un chico puede pesar 44 kilos a los 15 años), su pistola de juguete, el flequillo con gel cayendo sobre su frente amplia, el marrón de su piel, todo fue una combinación fatal para su destino. Podría haber sido otro pero fue él el que tropezó por su propia fragilidad física y se transformó así en la presa perfecta para aleccionar. No era un chico. No para ellos. Era simplemente el objeto propicio para su propia necesidad.
Lucas fue arrojado a la hoguera de los dioses, fusilado, apedreado, ahogado en las cámaras de gas, condenado a la silla eléctrica. Lucas fue asesinado una y mil veces en un solo instante como culpable de todos los crímenes de la humanidad. Para que con él aprendieran todos los Lucas de la historia. Y la sociedad y las instituciones comprendieran de una vez cómo se debe actuar ante el desorden y en defensa del decálogo de la vida y de la moral.
Edición: 1744
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