El viejo Zata y el ofrecimiento

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Por Néstor Sappietro

(APe).- La dictadura había dado el último zarpazo en Malvinas, Charly aseguraba que los dinosaurios iban a desaparecer. Entonces, cantábamos al sol como la cigarra después de varios años bajo la tierra, aunque de vez en cuando, todavía, soñábamos con serpientes... Yo tenía entre 19 y 20 años y me aburría frente a un tablero dibujando aire acondicionados para transporte. Allí fue donde conocí al viejo Zata...

 

El hombre empuñaba sabiamente el torno. Conocía todos los secretos del afilado de herramientas y de la dureza de los metales. Además, era un lector apasionado.
El caso es que cada vez que me acercaba al torno con un plano de trazo prolijo pero irrealizable en la práctica, el viejo insultaba mi ignorancia; aunque después, con esa ternura que se empeñaba en disimular, dejaba caer las culpas en mi falta de experiencia...
“No pibe, eso así no va”, decía, “...vos tendrás mucha escuela técnica, pero para ganarte el respeto de los fierros tenés que meter las manitos en la grasa... no sé si entendés...”
Algo de razón tenía, aunque a veces exageraba un poco; y uno entraba en el juego sabiendo que el reto terminaba con alguna cita robada a José Ingenieros. Adentro del bolso, junto a la vianda y la taza para el mate cocido, él llevaba un ajado ejemplar de “El hombre mediocre”, como quien lleva una Biblia.

El viejo Zata no era muy querido entre los muchachos de la fábrica. A decir verdad, hay que reconocer que Ingenieros y Almafuerte le habían transmitido cierta soberbia intelectual que lo alejaba -en apariencia- del campo popular. Prefería hablar de Nietzsche o Dostoievski a escuchar a Gardel, y esto no era bien visto por sus compañeros que imaginaban a ese tal Dostoievski desafinando la melodía de “Cuesta abajo”, y para peor, en ruso.
El fútbol tampoco le importaba demasiado, y ya se sabe que por estos lares ése es un camino irremediable hacia la marginalidad.

Cuando llegaba el mediodía el viejo se sentaba solo en el comedor, y yo me fui acostumbrando de a poco a sentarme junto a él.
Me gustaba escucharlo contando historias de anarquistas, de mujeres perdidas, me llevaba a la guerra civil española, y por ahí, se le perdía la mirada en algún sueño roto...
Mi curiosidad quedaba atrapada hasta por los silencios del viejo Zata.
El resto del tiempo en la fábrica se hacía interminable.

Cada tanto, desde la oficina, escuchaba cómo domesticaban a un jefe de sección.
Escogían a uno de los muchachos y lo preparaban para asumir el mando. Le ofrecían algunos billetes más a cambio de delatar a quien no marcara el paso. El nuevo jefe salía con el pecho erguido y poniendo distancia.
Ésa era la señal.
Al otro día, dejaba el overol, vestía un delantal azul y ya no hacía bromas con los demás ni compartía el vestuario...
Recuerdo haber tenido la sensación de que todos, secretamente, esperaban que alguna vez los llamaran para hacerles el ofrecimiento.

Un buen día, le llegó la jubilación al gringo que había sido durante años el jefe de la sección tornería, y al gerente se le ocurrió ofrecerle el cargo al viejo Zata, quizás, suponiendo que la parca relación del viejo con la gente de la fábrica era un buen antecedente para ocupar el puesto.

Esa mañana el viejo pasó en silencio por al lado del tablero sin mirarme... Se cerró la puerta y escuché el discurso conocido: de la gran posibilidad, de la importancia del puesto, de la gran familia, y otra vez los espejos de colores que solían vender allí dentro...
Me temblaba el alma.
Pensé en los relatos que tendría que desatar de mi memoria.
Aunque al fin de cuentas, él no había sido el héroe de ninguna de las historias que me contó. Fui yo quien lo había metido de quijote. Cuando salga, pensé, le voy a decir que lo comprendo, que las deudas, el alquiler, los gustos que siempre postergó, que José Ingenieros nunca había estado en una situación como esa... En ese instante escuché la respuesta del viejo Zata...
“No señor, no me interesa. Yo sé bien cuál es mi lugar...”
Vi abrirse la puerta y la cara iluminada del viejo que me guiñaba un ojo y sonreía.

Se me ocurrió pensar que había estado toda su vida esperando ese
día, con la misma obstinación del coronel de García Márquez, el que se negaba a vender el gallo y cuando su mujer furiosa le preguntaba qué era lo que iban a comer, respondía ¡Mierda!. Como tantos otros que prefieren la renuncia a la traición, aunque el fin de mes demore siglos de angustia.
Como ellos, el viejo Zata ocupa un lugar en la galería de los héroes cotidianos, y en medio de tanta rapiña y tanta decepción, es bueno tenerlos a mano cuando uno se pregunta por el paradero de la dignidad.

Edición: 1691


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