El mal de las fronteras

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Por Miguel A. Semán

(APe).- Un intendente, el mismo que tiempo atrás denunció una invasión de delincuentes importados en su distrito, ahora quiso levantarle muros a la inseguridad. Sobre las ruinas de la frontera que duró menos de un día terminó admitiendo su error, aunque en su fuero íntimo debe estar absolutamente convencido de haber cumplido las expectativas de los vecinos que lo votaron.

 

Un candidato a diputado que se jacta de los miles de millones de dólares que puede gastar en su campaña, promociona como si fuera la última maravilla de los tiempos modernos un novedoso “Mapa del Delito”, una especie de carta de ruta donde aparecen marcados con señales de alarma los caminos prohibidos y las zonas intransitables de la capital y el conurbano.

Ministros de salud de la provincia de Buenos Aires, de la Nación y de la Ciudad Autónoma se empecinan en encontrarle límites administrativos al vuelo de los mosquitos y creen de suma importancia distinguir entre casos de dengue autóctonos e importados, como si los insectos vinieran con GPS y supieran en qué momento cruzan la General Paz y pasan de una jurisdicción a otra.

A tal punto llegó el afán por distinguir el dengue propio del ajeno que hasta un abogado gozó de cinco minutos de fama cuando esgrimió ante los medios su condición de “Primer infectado autóctono de Buenos Aires” como si eso le asegurara un pasaje en el vuelo a la celebridad.

Algunos distritos del conurbano, en sentido inverso, reivindicaron en el suplemento local del diario Clarín su condición de territorios libres de la epidemia, como si los mosquitos, conocedores de divisiones administrativas, supieran que los intendentes que allí gobiernan son sus enemigos y les tienen la entrada prohibida.

En este territorio subdividido y fracturado por fronteras, muros y rejas miles de pobres se desplazan de una cuadrícula a la otra sin ser nunca de ningún lugar. Jamás autóctonos, siempre impropios y desarraigados, enloquecen a los dibujantes de índices y mapas con su miseria nómade y sus muertes niñas. Incontenibles dentro de fronteras administrativas desfondadas por el hambre. Ningún municipio, ningún gobernante reclama para sí el derecho de darles educación, salud, y comida, únicas barreras efectivas frente a las epidemias que nos regala la pobreza.

Las caras de los otros, las risas destempladas de los barrios marginales, las miradas oscuras de los chicos que salen a robar y matan deben quedarse del otro lado de la calle y de la vida. Parece que siempre fuera necesario dibujar una línea que nos despegue y nos permita sentirnos irresponsables del otro, aunque sin darnos cuenta día a día nos vayamos volviendo cada vez más irresponsables de nosotros mismos.

Todos somos de alguna forma el protagonista de ese viejo cuento de Bernardo Kordon que una noche, muy de madrugada, entra en una comisaría para denunciar al hombre que lo asedia y lo amenaza permanentemente. Cuando acaba la descripción del sospechoso descubre que coincide al detalle con la cara del policía que le recibe la denuncia. Todo podría terminar ahí, pero el autor da otra vuelta de tuerca: El policía se indigna ante la acusación, deja su escritorio, lleva al denunciante frente a un espejo y le demuestra que también él es idéntico al sospechoso. En ese momento intenta detenerlo pero no puede agarrarlo. Es la madrugada y en la sala de guardia no hay nadie más que él.

Edición: 1496


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